Después del Pestillo



La puerta de salida de la Prisión Estatal era tan increíblemente alta, que tenía que detenerme por completo y torcer la cabeza hacia atrás para alcanzar a ver la parte más elevada. Cuando ésta se abrió, hizo un chirrido agudo que se me quedó tatuado en la memoria. Las manos me sudaban y no podía tragar saliva por la emoción. Con trémulo andar, empecé a dar mis primeros pasos por la vereda que conducía hacia la carretera y fue en ese instante cuando conscientemente asumí mi realidad: Finalmente era libre.

Apenas había avanzado unos metros sobre la brecha de tierra cuando sin previo aviso, un golpe sólido y contundente me sorprendió por la espalda, no tuve tiempo ni siquiera de ver la cara de mi agresor cuando, por un costado, otro hombre se acercó y atravesó un segundo cuchillo en mi garganta, la rasgada era enorme, justo por debajo de la barbilla; inmediatamente sentí el calor de la sangre que empezó a escurrirse recorriéndome el cuello y en un intento absurdo, traté de tapar con las manos esas tajadas. Empecé a desplomarme hasta quedar de rodillas mirando estupefacto como se me escapaba la vida a través de esas heridas cuando el sonido profundo y solemne de una campana hizo que me incorporara de la cama.
Solamente era el mazo del custodio acariciando, como todas las noches, los barrotes de mi celda.