El graduado


El Graduado

Mientras caminaba hacia el estrado las piernas le temblaban. No sentía los brazos. Luchaba contra el sollozo para contenerlo. El labio hinchado y un hilo de sangre recorriéndole la barbilla.  De inmediato los profesores, en la tarima, cambiaron su expresión al verlo.

El auditorio se llenó de aplausos mientras el director de la carrera le extendió el diploma y le tendió la mano:

–¿Estás bien Alonso?– le susurró el maestro al entregarle el documento.

–Todo bien– contestó el muchacho con la voz entrecortada

Ya era imposible contener las lágrimas que  se le escapaban sin control. Se formó al lado de sus compañeros de generación ocupando el lado izquierdo del estrado. Ellos también estaban desconcertados.

Alonso Mustieles buscaba con la mirada a su padre. Una vez que lo localizó, lo miró desafiante; respiró profundo y se paró más derecho; sacando el pecho y echando la cabeza hacia atrás como retándolo: “Aunque me mates. Ya no me voy a callar” pensó.

Había llegado el gran día. Alonso estaba nervioso, tenso. Se paseaba por la sala caminando en círculos. Ensimismado.

            –Mi amor, no es para tanto. Ya es tu graduación. Terminaste la carrera hijo– le decía con alegría su madre.

            –Es el viaje, ¿verdad?– recapacitó Doña Laura.

            –Sí, mamá. A la mejor es eso. No te preocupes– y forzó una sonrisa intentando tranquilizarla.

            –Yo creo que debes verlo como una gran oportunidad Alonso. Eres un hombre afortunado, ¿lo entiendes? Pocas personas pueden estudiar en el extranjero.

            Alonso se acercó a su madre y mientras la rodeaba con el brazo, le besó la frente. Con los labios todavía pegados a ella le contestó:

            –Mamá, te voy a extrañar mucho. Tienes razón. Es una excelente oportunidad.

Don Javier Mustieles bajó las escaleras apresurado:

            –¿Listos?– preguntó sonriendo.

            –¿Aprovechando los últimos momentos con mamitis, hijito? Yo no sé qué carajos vas a hacer en Estados Unidos sin las faldas de tu mamá para protegerte.

            Alonso se separó de su madre y se puso de pie como impulsado por resortes. Respiró profundo.

            –Vámonos. Mientras más rápido, mejor– dijo el muchacho.

            Don Javier rió mientras se ajustaba la corbata frente al espejo del comedor.

            –No habías pensado en eso ¿verdad, muchacho?– y sonrió.

            Alonso no contestó nada. Tomó el saco del respaldo de una silla y se adelantó a la salida.

            Ya en el auto, Alonso tuvo que escuchar por enésima vez la historia de la escuela militar de su padre:

            –Ahí si había que tener miedo. Te alineabas o te alineaban a punta de chingadazos. Estas escuelas a las que vas tu, Alonso, son de señoritas. Son para maricones.

            –Déjalo, Javier. Tus historias hartan, ¿sabes? No sé cuántas veces van que repites lo mismo– interrumpió Doña Laura.

            Alonso, mientras tanto, seguía perdido en su mente, repasando lo que venía. Animándose a continuar; a vencer el miedo. Las voces de sus padres se sofocaban entre tantos pensamientos.

            Finalmente llegaron a la universidad y mientras buscaban un lugar para estacionarse, Alonso sintió un arrepentimiento súbito:

            “No, no lo voy a hacer. No tiene sentido. Es la forma más absurda de ganarme problemas. De echarme a perder la vida. Definitivamente no va ha ser hoy”.

            Al bajar del auto, el muchacho sintió que las piernas no le respondían. Era como si toda la fuerza le hubiera abandonado.

            –¿Te sientes bien?–preguntó su madre.

            –Te digo que ya se está arrepintiendo de alejarse de su mami­­– agregó Don Javier, adelgazando la voz y haciendo un puchero que remató con una risa burlona.

            –¡Cállate, Javier! ¡Por una sola vez, cállate!

            Alonso aprovechó esa discusión y corrió al interior del auditorio.

            “Tienes que hacerlo hoy. No lo puedes postergar más”, pensó.

            Se sentó en una butaca a la mitad del auditorio y al poco tiempo lo alcanzaron sus padres. Él molesto. Ella mucho más.

            El joven intentaba darle orden a sus ideas. Quería decidirse definitivamente pero no podía. Siempre lo detenía algún recuerdo, el miedo, la incertidumbre.

Los minutos se escurrían como agua; el auditorio ya estaba lleno y él no lo había notado. La ceremonia de graduación había iniciado y Alonso, sentado en su lugar, seguía sin llegar. Corría por los laberintos de su mente; abriendo puertas y buscando señales que le dijeran qué era lo que tenía que hacer.

“Murillo, Joaquín”. Se escuchó en el auditorio y todos aplaudieron. Un joven se levantó de su asiento y camino sonriente hacia el escenario entre aplausos.

            –Soy homosexual, papá– dijo Alonso con un tono firme y lleno de miedo.

            Don Javier abrió la boca lentamente, mientras tenía la mirada clavada en el escenario y seguía aplaudiendo como distraído.

            –Sé que este no es el mejor momento para decirlo, pero cuando es…

            Una bofetada interrumpió a Alonso y lo hizo rebotar contra el respaldo.

            –¡Javier!– gritó la madre y su voz quedó sofocada por los vítores y los aplausos que llenaban el auditorio.

            –Papá– balbuceó Alonso, mientras se enderezaba en la butaca, cuando un puñetazo en la boca lo sorprendió; lo hizo cerrar los ojos y cubrirse la cara con los brazos.

            –¡Puto de mierda! ¡Eso es lo que has sido siempre soldado de cagada!– le gritó Don Javier mientras lo seguía golpeando en la nuca.

            “Mustieles, Alonso”. Retumbó el nombre en la cabeza del joven. Se enderezó presuroso y trató de ahogar el llanto. Mientras caminaba hacia el estrado las piernas le temblaban.

            Eran las cinco de la mañana, cuando Alonso regresó a casa. Llevaba casi diez horas bebiendo su situación y analizando el ron. A pesar de los golpes, se sentía liberado y más fuerte que nunca. Faltaba la convivencia de unos días más con su padre y después se iría de viaje por dos años, quizá más, antes de volver a verlo.

Cerró con cuidado la puerta de entrada y se quitó los zapatos antes de caminar hacia su recámara.

            –¡Javier!– gritó la madre y su voz quedó sofocada por los vítores y los aplausos que llenaban el auditorio. Don Javier giró para encarar a su esposa:

            –¿Qué chingados quieres? ¡Tú lo hiciste así, joto, afeminado, puto! Tú y tus pendejas manías de entenderlo, de apoyarlo, de darle libertad. ¡Ahí está tu pinche libertad! Mira que hizo con ella– decía el padre mientras señalaba a Alonso que iba bajando hacia el estrado.  –Está muerto, Laura. Este cabrón, para mí, está muerto.

            Doña Laura se acercó a su marido y con los dientes apretados le dijo al oído:

            –Te vas a arrepentir de esto Javier. Te juro que te vas a arrepentir– se levantó sin quitarle la mirada de encima y con la boca todavía apretada caminó hasta las escaleras del auditorio y salió del edificio.

            Don Javier se puso de pie y alcanzó a ver a Alonso que lo miraba desde el estrado como retándolo. Al igual que Alonso, él también echó para atrás los hombros, respiró profundo y le sostuvo la mirada aceptando el reto.

           Don Javier llegó a su casa y se encerró en su estudio. La rabia se le había subido a la cabeza y llevaba casi diez horas bebiendo la situación y analizando el whiskey. Desde la amenaza de Laura en el auditorio, no la había visto. No sabía si ya había llegado, y no tenía planeado subir a su habitación.

            Escuchó el sonido de la puerta principal abriéndose y sabía que Alonso, finalmente había llegado.

            “Esto es lo mejor para él. Nadie lo va a entender pero es lo mejor para él”

Empuñó la escuadra cuarenta y cinco y salió del estudio a su encuentro.

            Se lo encontró al pie de las escaleras y Alonso se petrificó al ver a su padre borracho y empuñando una pistola.

            –Supongo que piensas que te golpee porque no estoy de acuerdo con tus puterías, ¿no?– preguntó Don Javier arrastrando las palabras.

            Alonso no contestó nada. Solamente lo observó y los zapatos que cargaba se le resbalaron de las manos.

            –¿Tú crees que es por eso, Alonso?– insistió el padre.

            –Yo solamente quería decirte cómo soy. No es algo que yo haya decidido. Así he sido siempre. Quería decírtelo. Es todo. No espero que lo aceptes– dijo el muchacho con la voz temblorosa.

            –Ay, hijito– agregó burlón Don Javier –Eres puto, ciego y pendejo.

            El padre se acercó hasta su hijo y lo rodeó como inspeccionándolo; lo recorría con la mirada de pies a cabeza.

            –Te lo voy a decir una vez, Alonso, solamente una. Esta vida que estás escogiendo, ¿crees que te va a hacer feliz?– y Don Javier comenzaba a exaltarse.

            –¡No es así, soldado! Nunca es así. Te van a señalar, se van a burlar. Lo que te hice en al auditorio, no es nada comparado con lo que te espera allá afuera.

            –¡Tú no lo puedes saber papá!– interrumpió Alonso gritando también.

            –¡No lo voy a permitir una vez más, Alonso! No vas a pasar por todo eso– y el padre levantó el arma y cortó cartucho.

            Alonso sintió que las piernas se le doblaban.

            –¿Qué es lo que no va a pasar otra vez, papá? ¿Qué estás haciendo?– Alonso intentaba resguardarse detrás del saco que tenía en las manos.

            –Nadie va a burlarse de un Mustieles otra vez. Nunca más. ¡Yo soy como tu, Alonso! Y me golpearon, abusaron. No lo voy a permitir otra vez–– Don Javier levantó el arma y encañonó a Alonso. El muchacho gritó con horror y cayó de rodillas suplicando que lo dejara ir.

            Don Javier también lloraba.

            –Créeme, Alonso te estoy ahorrando mucho sufrimiento…

            La detonación iluminó, por una fracción de segundo, el cubo de la escalera y Alonso gritó hasta que se percató que el cuerpo de su padre estaba en el suelo y el arma, aprisionada en su mano, no se había disparado.

            Un paso en la escalera rompió ese breve silencio y Alonso encontró a su madre empuñando un arma y sollozando. Alonso corrió hasta ella y la abrazó.

            –Le dije que se iba a arrepentir de esta, hijo. Se lo juré.

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Séni


SeniLas noches siempre son lo más difícil. Se decía Vicente Séni, párroco de una pequeña iglesia que se encontraba en el corazón de la colonia San Juan. Vicente sentía que las pesadillas lo atormentaban desde antes de que naciera. No recordaba alguna época en que no lo persiguieran. Con los años esos sueños se habían agudizado y hacía tiempo que eran incontrolables. También era claro que con el pasar de los años se habían vuelto más complejos. Habían cambiado. Cuando Vicente era niño, en sus sueños empezaron a atormentarlo los animales que mataba. Esos malditos gatos y conejos que atrapaba y torturaba hasta verlos morir mutilados o desangrados. Lo hacía de ese modo, quizá porque sentía que eso era lo que su padre le hacía sentir a él. Nunca lo dejaba en paz. No importaban los pretextos. Su padre siempre llegaba a los golpes y a la tortura para reprenderlo. Muy rápido Vicente dejó de preguntar las razones. Sabía que así era y ya. Una gota en la mesa. Un golpe en la cabeza. Una cama mal tendida. Una patada en los testículos. Un sonido con la boca al comer. Un labio abierto de un manazo. Una lágrima. Un puño. Entró al seminario siendo muy joven. Su padre lo quería comprometido, con algún objetivo. Quería para Vicente una vida más espiritual para ver si de ese modo componía todo lo que hacía mal, que a sus ojos era mucho. El joven Séni solamente encontró en esa nueva vida nuevas formas de abuso y más golpes. Se volvió callado y tímido. El amor de Dios le sabía a sangre y a semen. Los años en el seminario terminaron por convertirlo en un cura rígido, estricto y con muy poca paciencia. Cambió los conejos y los gatos por mujeres jóvenes y con serios problemas de auto estima. Las prostitutas le parecían las más indicadas para reprender siempre que podía. Una mañana, el padre Séni decidió salir a pasear por la colonia. Se detuvo en la calle Paraíso y justo en la esquina encontró a una niña muy joven. La piel y las formas de ella anticipaban a una mujer hermosa. Ya la había visto antes.

––¡Niña!–– gritó el cura.

–– ¿Te llamas Inés?

––Inés ¿qué?

––¿Cuántos años tienes, niña?

––El hombre ese con el que estás siempre, ¿es tu tío?

––¿Y qué haces con ese hombre? Necesitas tener a tu lado a alguien que te enseñe algo.

–– Ah, ¿sí? ¿Cómo qué cosas?

––Por el amor de Dios niña, qué vas a saber tú de la vida o el tipo ese. Deberías dejar de perder el tiempo en la calle. Eso es lo que deberías estar haciendo.

–– ¿Cómo dices? No seas tonta, deberías estar en la escuela.

––¿Por qué dices que la escuela es una…tontería?

––¿Dónde está tu padre? Él es el que debería estarte corrigiendo.

––¡Deja de decir malas palabras, escuincla del demonio!

––¿Cómo que se largó tu hermano?

––¿Y tú mamá?

––¿Entonces ahí decidiste ir con ese que le dices Gordo?

––¿Quién es esa Rama?

––¿Y el Gordo las cuida a ti y a la Rama?

––¿Y de qué trabajas, niña?

––¡Por eso! ¿Qué haces para ganar dinero?

––Entonces eres una prostituta. Seguramente tú eres la más joven.

––¿Has abortado, Inés?

––Mataste a tu hijo. ¿Te das cuenta?

––Dios no comete errores, Inés y a Él no se le devuelve nada. Lo que hiciste es un pecado. Y lo que hablas son blasfemias.

––Lo haces todo el tiempo, Inés. Todo el tiempo. ¿A qué hora empiezas a trabajar?

La mente de Vicente Séni ya estaba excitada conversando con la niña. Sabía que necesitaba controlarse. Respirar y dejar de hablar con los conejos. La boca se le empezó a llenar con ese sabor peculiar del amor de Dios.

––¿A qué hora terminas?

––Así que todo depende de los Clientes.

––¿Cuánto cobras, Inés?

––¿Y no te cansas, niña?

––¿Bicarbonato? ¿Y cómo te lo da?

Séni empezó a reír con la respuesta de la niña. No podía creer su inocencia o su falta de inteligencia.

––Me río porque lo que te dan no es bicarbonato, niña babosa. Es cocaína.

––De acuerdo Inés, cree lo que quieras. ¿De dónde la sacas? Estás metida en un serio problema.

––¿Qué otras personas?

–– Lo que estás haciendo es vender drogas. ¿No lo ves, niña estúpida?

––Esos encargos son exactamente eso.

––Te vas a ir al Infierno, Inés. Eso es lo que va a pasar contigo.

––Porque dices blasfemias, vendes drogas, eres una puta. Por eso. Todo eso es malo.

––Por sentido común, Inés, por puro sentido común deberías saber que eso es malo.

––Probablemente, niña. Probablemente yo también me condene, pero ¿sabes que va a pasar con esa colita de conejo tuya? La voy a limpiar de todos sus pecados.

La policía no tardó mucho en dar con Inés, solamente siguieron los restos de sangre por el callejón y ahí, en pedazos, lograron armar lo que quedaba del cuerpo de Inés.

Los santos oleos los dio el Padre Vicente Séni.

Contra natura


ahogamiento

 

––Tranquilos todos. Esto siempre se ve peor de lo que en realidad es––anunció Mario desde la cubierta mientras su rostro contradecía las palabras.
La embarcación se ladeó con fuerza y el corazón, de todos a bordo, se encogió como tratando de guarecerse, también,  de la sorpresiva tormenta.
Esteban, el más pequeño de la familia Salvatierra, quiso contener el llanto, refugiándose en los brazos de su madre, y ella lo rodeó con un brazo mientras jalaba con el otro a Javier, el hijo mayor.
––¡Todo está bien, todo está bien, todo está bien!––repetía sin cesar mientras revisaba con la mirada todo a su alrededor y jugaba nerviosa con los rizos de Esteban.
El techo del camarote crujía y se empezaba a filtrar el agua. Las ventanillas, que daban al costado del yate, estaban empañadas y se salpicaban constantemente con gotas que dibujaban rayas horizontales en el vidrio.
––¿Hay un animal allá afuera mamá?––preguntó Esteban con el rostro desencajado.
––Es el aire, mi amor. Eso es lo que ruge.
––Yo no quiero que el aire me coma, mamá–– suplicó el niño que se apretaba contra el pecho de su madre.
––Nada nos va a pasar, mi vida. Todo está bien–– mintió ella, tratando de convencerse más a sí misma que a Esteban.
Mario se asomó desde la cubierta y gritó:
––¡Alejandra, saca a los niños! Esto se va a voltear.
Nada hubiera podido prevenirlos de esta situación. Quince minutos antes, el clima era apacible. Algunas nubes grises en el cielo, pero no había nada que les indicara que se aproximaba una tormenta tan violenta. De hecho, estaban a punto de iniciar la celebración del sexto cumpleaños de Esteban. El pastel y las velas estaban listas cuando un repentino relámpago los puso en alerta.
El mar negro y embravecido no dejaba de sacudir al yate Minerva. Una pequeña embarcación que la familia Salvatierra había rentado y que, vista desde el muelle, parecía enorme y lujosa. Ahora, en el océano, lucía insignificante frente a las olas gigantescas que se lo querían tragar apenas a una milla de la costa.
Alejandra tomó a los niños y los subió hasta la cubierta del barco. Para ese momento, Esteban lloraba con la carita llena de angustia y Javier trataba de contenerse, pero también estaba desorientado. Los dos querían pegarse a su madre, esconderse del vendaval bajo sus brazos y tratar de olvidar para siempre esa locura.
Apenas se asomaron a la cubierta, la lluvia los obligó a entrecerrar los ojos y a comunicarse a gritos. Una inmensa ola golpeó a Minerva por la proa y el agua inundó todo el piso, lanzando con fuerza a Mario hacia las escalinatas. Alejandra intentó detenerlo pero le resultó imposible interrumpir la violenta caída de su esposo hacia el interior del barco. Detrás de él, un nutrido río terminó de sepultarlo junto con dos camastros que también arrastró. No habían terminado los gritos de los niños y la madre, cuando otra ola, remató a la endeble nave hasta voltearla.
Alejandra y los niños fueron lanzados con furia hacia el mar, desprovistos, ahora, de la ilusión de seguridad que el suelo de Minerva les ofrecía. Los sonidos se apagaron. Todo era agua.
Cuando ella sacó la cabeza, ya estaba gritando y buscando a sus hijos. Un punto verde, a veinte latidos de distancia, le indicó que ahí estaba Javier. Se lanzó tras él y lo jaló de la ropa. Javier reaccionó tosiendo y gritando:
––¡Papá! ¿dónde está mi papá?
Alejandra intentó buscar a Minerva con la mirada, pero solamente alcanzó a ver la quilla apuntando al cielo y todo el armazón del bote sumergido en el mar.
––¡Busca a Esteban, Javier, búscalo!–– le gritó la madre, llena de angustia y de esa desesperación que parece que se mete entre los huesos; que se te cuela por los poros y te hiela por dentro en un instante. Mario, ya se había ido, estaba segura. No iba a permitir que el mar se llevara a Esteban.
––¡No puedo mamita, tengo mucho miedo! ¿Dónde está mi papá?
––¡Escúchame, Javier!–– gritó enérgica.
––Tenemos que encontrar a tu hermano. Papá está bien. ¿Lo entiendes hijo?
Javier tomó una enorme bocanada de aire y se sumergió buscando a Esteban. Alejandra hizo lo mismo y milagrosamente, lo vio a unas cuantas brazadas de distancia.
Lo tomó de la cintura y pataleó con fuerza hacia la superficie. Esteban tosió y vomitó entre lágrimas.
––¡El mar me quiso comer mamá, el mar me estaba tragando!–– sollozó el pequeño.
Javier asomó la cabeza y nadó hacia su madre y su hermano mientras gritaba:
––¡Teve, Teve, estás vivo!
Hasta que Alejandra los vio juntos, se hizo consciente de la inmensa fuerza del océano. La corriente los jalaba mar adentro y ella sabía que tenían que nadar en la dirección opuesta. Abrazó a Esteban con la mano izquierda y con la derecha sujetó a Javier por los pantalones.
––¡Nada, Javi, nada con todas tus fuerzas!–– le suplicó Alejandra a su hijo.
––¡No puedo mami!–– contestó Javier, visiblemente cansado.
Alejandra lo abrazó también e intentó nadar boca arriba, manteniendo a los dos niños con la cabeza fuera del agua e impulsándose únicamente con las piernas.
El cielo no daba tregua. El viento rugía con más violencia y las gotas de lluvia se sentían como agujas que les pinchaban la cara impidiéndoles mantener los ojos abiertos.
Sólo Dios sabe cuánto tiempo nadaron así. Llegó un momento en que la madre ya no podía más. Era colosal el esfuerzo de cargar a los dos niños y de patalear. Empezó a respirar con más fuerza y a llorar.
––No te preocupes mamita, estamos aquí los tres y papá ya no tarda en llegar–– decía Javier, pero su madre parecía estar entrando en un ataque de pánico.
Lo que empezó como una agitación, ya se había transformado en un alarido de locura. Esteban comenzó a llorar también, preocupado por la reacción de su mamá y de pronto Alejandra gritó:
––¡Perdóname hijo, Javi hermoso, perdóname!–– y lo soltó de entre sus brazos. Ya liberada de ese peso, braceó y pataleó con más fuerza mientras rezaba y encomendaba a Dios el alma de Javier.
––¡Javi!–– gritaba Esteban.
––¿Por qué, mamá?–– alcanzó a decir Javier antes de que el mar, la lluvia y su madre lo condenaran.
La mente de Alejandra quedó congelada en dos imágenes: Javier ahogándose y Esteban llegando a la playa. Quizá fue ese estado lo que la ayudó a bracear y la hizo acostumbrarse al sollozo intermitente de su hijo. No sentía cansancio o dolor físico. No sentía el agua, ni las olas que por momentos los cubrían. No sentía casi nada y lo poco que sentía se magnificaba en su interior: La quilla rota de Minerva y la idea de Mario luchando bajo el agua sin ninguna esperanza. Los ojos abiertos de Javier hundiéndose en el mar. Esos sabía que siempre la iban a atormentar.
––Tiene una posibilidad más de salir de ahí, Teve. Una más que tú, mi amor–– se justificó Alejandra frente al niño, sin poder ocultar la devastación de su alma. “Es una oportunidad para él y una para nosotros o ninguna para nadie” Pensó.
Esteban no hablaba. Hacía rato que parecía que no le importaba nada. Solamente se dejaba llevar por su madre.
Ella exhausta, finalmente alcanzó tierra. Apenas la sintió bajo sus pies, jaló al niño hasta dejarlo bien adentro en la playa y se derrumbó a su lado.

El sol acarició la frente de Alejandra Salvatierra y apenas regresó del sopor del sueño, se incorporó de un salto gritando:

––¡Javier!–– y el llanto regresó intacto. Como si hubiera estado esperando, por horas, a que ella estuviera bien consciente para morderla una vez más.
––¡Esteban!–– gritó nuevamente porque el niño ya no estaba a su lado. Empezó a deambular por la playa entre palmas rotas y piedras incrustadas en la arena buscando a Teve. No había nadie cerca. Ninguna construcción, ningún barco. No tenía la menor idea de en donde se encontraba. Siguió un camino al azar, sabiendo que en esas condiciones cualquiera era una buena decisión y se internó entre la maleza.
Apenas había avanzado unos metros, cuando reconoció, sobre la hierba, los rizos de Esteban. Se acercó más y lo descubrió ahí recostado abrazando algo:
––Teve, hijo ¿estás bien?––le preguntó sospechando que quizá dormía.
El niño giró para mirar a su madre con los ojos cansados y somnolientos y al hacerlo dejó ver a su lado a su hermano tirado en el suelo. Profundamente dormido.
––Es cierto mami, Javi tenía una oportunidad más que yo–– y nuevamente le echó los brazos encima a su hermano en uno de esos abrazos que parecen eternos. Que parecen inquebrantables.

Positivo, negativo


Estas situaciones siempre se ven más fáciles desde afuera. Uno jamás espera encontrarse en medio de ellas. Es un hecho que resultan un excelente ejercicio de memoria pero junto con este esfuerzo de recordar se te escurre la vida entre las manos. Literalmente, me están sudando como nunca antes.
Ya me hartó el tipo que está atrás de mi arreglando la máquina de café. La gente es increíble, lo están viendo trabajar, la máquina está abierta y van cinco veces, contando a la gorda de la blusa verde, que preguntan: ¿Está funcionando la máquina? Increíble.
Las enfermeras van y vienen con una cara que no denota nada. ¿Están preocupadas? ¿Enojadas? ¿Tristes? No seas estúpido Alberto, eso es lo que sienten los pacientes no las enfermeras. Para ellas todo esto es un trabajo. Un trabajo tan sensible como lo puede ser arreglar una tubería o destapar una coladera. Un plomero no siente emoción al encontrar el mojón que tapaba una cañería ¿o sí? No es verdad, ellos también sienten emoción por algo así. Al final, es su trabajo, ¿no? Deben sentir orgullo por hacerlo bien.
Ahí viene una enfermera. ¿Traerá los resultados de mi estudio? Ay Alberto, no es un restaurante. Aquí no te traen a la mesa (o a la banca) lo que ordenaste. Seguramente me van a llamar en cuanto esté el resultado.
No se puede fumar aquí carajo. Sigo con la disyuntiva: ¿salgo a fumar o espero a que me llamen? No, mejor espero. ¿Cuánto más puede tardar esto? Bueno, hace cuarenta y cinco minutos dije lo mismo y ahora sí me muero por un cigarro. Voy a esperar otro poco. Fumar ahora o cuando me den el resultado no va a cambiar nada. Mejor espero aquí. Pero espero tranquilo. En realidad no tendría porque estar tan ansioso. Mónica es un amor de mujer. La primera vez que lo hicimos, ella fue la que me dijo del condón. Imbécil. Me sentí tan, no sé, tan…cavernícola. Como un animal que solamente quería coger. Y desde cierto punto de vista era cierto, quería cogérmela pero no solamente por el sexo. Mónica es mi diosa. Es un ángel. El sexo con ella no es más que la culminación física de lo que sentimos el uno por el otro. ¿Por qué me preocupo tanto entonces? Bueno, Mónica no era virgen cuando nos acostamos la primera vez. Además después de esa primera vez hubo muchas ocasiones en que no me puse el condón, o por lo menos no desde el principio. ¡Puta madre! Pinche Mónica. Antes de mí anduvo con el naco ese de Paco. Ese cabrón no se ha cogido a su mamá porque es huérfano desde los cinco años, pero sabe Dios en dónde la ha metido ya. Me lleva la mierda, me  cogí a Mónica y, de paso, a todas las zorras que se tiró Paco. Ahora sí ponte nervioso idiota.
¿Creció la sala de espera? Juro que se ve más grande ahora. Debe ser que me siento insignificante en este momento. A merced de un pendejo virus que me pegó el imbécil ese… ¿o Anita? ¡Anita! Tantas veces negué que hubiera pasado algo con Ana que terminé creyéndomelo pero es verdad. Ahí también te metiste, Alberto estúpido, inconsciente, calienta viejas. Y tampoco era virgen y , esa vez también lo hiciste sin gorro para terminar de cagarla.
Me está costando trabajo respirar. Son los nervios. Los nervios y el verdadero motivo por el que estoy aquí. ¿A quién quiero engañar? No es Ana, ni Mónica, ni siquiera Paco, es tu borrachera infantil, con ese pretexto ridículo de cumplir treinta años y de que la juventud se te iba. Pudiste haber dicho que no. No a la borrachera, o no al table o, ya de perdida, no a la puta que te dispararon Ramón y Omar. Pero cómo podías decir que no a la güera con las tetas monumentales ¿verdad? Eres un estúpido, cobarde pero en este momento, tienes que ser un estúpido tranquilo y relajado. Pórtate como hombrecito. No puedes tener tan mala suerte. No seas pesimista.
No te metes drogas, no eres puto, hasta pagas impuestos. Además el condón se rompió adentro de la güera y estuviste ahí, expuesto, unos segundos. Quizá menos. Respira profundo y piensa positivo. Concéntrate en otra cosa mientras esperas.
Quiero un cigarro. No, mejor sigo esperando. Aquí viene otra enfermera. No me lo estoy imaginando, viene directo a mi y trae un montón de papeles. Seguro ahí está el resultado de mi estudio. Ahora quiero orinar. Aguanta la respiración estos últimos pasos, hasta que llegue a ti y te dé el papel. ¿A dónde va y por qué sonríe tanto? Me pasó de largo. ¡Puta madre, es la máquina del café! Ahora, que ya funciona, todos actúan como si hubiera llegado la virgen María. Virgen. Así debí haberme quedado. Jalármela no era tan malo. Me sé mover bien. Bueno, al menos a mí me gusta como me muevo.
No aguanto más, voy a echarme un cigarro. No, mejor dos. Quién sabe cuánto más voy a tener que esperar.
La enfermera dijo: “señor Arizpe”, ¿verdad? ¡Corre Alberto, fumas luego, ahí está el resultado!
La enfermera está sonriendo, deben ser buenas noticias, nadie te dice: “Señor Arizpe, es un placer informarle que se lo está llevando la chingada”. ¡Qué alegría Dios mío!

Esta mujer alcanzándome los resultados se ve tan hermosa. Qué bonitos ojos tiene esta enfermera, por el amor de Cristo. Antes de abrir los resultados, ¡mira nada más que nalgas, Alberto! Míralas nada más.

La doncella detrás de la cruz.


Imagen Con la tarde se habían cansado ya los dos o tres colores del campo y los hombres iluminaron la senda con antorchas. Todos en silencio y dejando una prudente  distancia con respecto al excelentísimo Diego de Deza, Inquisidor General de Castilla y León; quien apenas una año atrás, en 1499, había extendido su jurisdicción a los territorios de la Corona de Aragón. Muchos reconocían en Diego de Deza la misma sangre fría y crueldad que su predecesor, Tomás de Torquemada. No había excepciones para el jefe supremo del Santo Oficio. La clemencia era insólita en él. Esa noche el turno era para Catalina Maldonado, una joven campesina señalada por el mismísimo inquisidor, como bruja y amante de satanás. La estaca y el verdugo estaban listos. Cuando Diego de Deza llegó al lugar de la ejecución. La gente ya estaba reunida y murmuraban de lo extraño de ese procedimiento. Se estaban omitiendo o acelerando distintos pasos del proceso tradicional de pena capital. No había testigos además del excelentísimo Inquisidor General. No se había encerrado a la sospechosa, ni se había hecho un juicio, como era la costumbre. Ni siquiera se le había ofrecido la oportunidad del perdón a cambio de una confesión. Todo había sido muy atípico y presuroso. Diego de Deza se acercó hasta Catalina y le susurró: ––Dios perdona a los que muestran arrepentimiento–– y mantuvo firme la mirada en la joven. Ella empezó una mueca que prometía ser una sonrisa de alivio cuando el inquisidor la interrumpió: ––Pero yo no soy Dios–– y enérgico ordenó que vaciaran el barril de alquitrán sobre Catalina Maldonado.              Esa mañana el Inquisidor había sentido un fuerte impulso para viajar hacia el norte. Sentía que una visita a la comarca de Jacetania le vendría bien y aprovecharía el viaje a caballo para meditar ese interés que lo mantenía en vilo: ampliar los poderes y la jurisdicción del Santo Oficio a todos los territorios dependientes de la monarquía española: “Hasta Sicilia” reflexionó. ––Su excelencia, esta es la villa de Borau– interrumpió uno de los auxiliares laicos de Diego de Deza. Todos bajaron de sus monturas y empezaron el recorrido a pie por la pequeña villa. Conforme la gente los veía acercarse se iban santiguando e inclinando la cabeza. Había artesanos trabajando el barro a las afueras de sus casas; niños que acarreaban cestos con granos y frutas. La mirada severa de Diego de Deza se paseaba inquieta de un lado al otro hasta que se cruzó con la de una joven de cabello negro y ensortijado que enmarcaba unos ojos enormes; un par de aceitunas que parecían brillar con luz propia. El inquisidor avanzó a paso firme directamente hasta la muchacha que en ningún momento apartó la mirada. ––Jamás vi que te persignarás–– le dijo Diego de Deza en tono seco. ––Lo hice apenas lo vi, su excelencia. Quizá en ese momento no me estaba viendo usted a mi. De Deza se quedó hipnotizado con la mirada profunda de la joven; sentía que podía ver el fondo de su alma a través de esas dos hermosas ventanas verdes. ––¿Cómo te llamas, mujer?–– preguntó más relajado el clérigo. ––Catalina, su excelencia, Catalina Maldonado–– y la muchacha sonrió terminando de fascinar a Diego de Deza. ––¿Qué hacías antes de que llegara, Catalina? ––Lavaba ropa, señor. La ropa de mis hermanas. El inquisidor revisaba con la mirada a Catalina y se detenía arrebatado en sus pechos perfectos. Toda su silueta era un deleite, su cintura, sus piernas firmes y torneadas. ––Me gustaría conocer tu casa y saber cómo vives, Catalina. La muchacha sonrió nuevamente y le contestó con una breve reverencia. ––Será un honor, su excelencia–– tomó la ropa todavía mojada y avanzó por las pequeñas calles de la villa de Borau. El séquito de auxiliares laicos y sacerdotes que acompañaban a Diego de Deza caminaron detrás de él confusos y haciéndose preguntas entre dientes. El inquisidor no perdía detalle de la figura de Catalina. La seguía totalmente abstraído. Un repentina ráfaga de calor le empezó a subir desde la punta de los pies hasta la cabeza, sorteando toda clase de advertencias y avisos que se encontraba en su camino. Era el cuerpo mismo de su juramento ante Dios que ahora lo molestaba importunándolo frente a la más magnifica tentación que jamás había visto. Una que ni siquiera habría podido imaginar. Llegaron hasta la casa de Catalina Maldonado y la comitiva se detuvo a unos metros de la entrada principal. Diego de Deza miró a toda la comparsa y levantó la mano derecha: ––Esperen aquí–– les ordenó. Pasó una hora completa antes de que la puerta de madera se abriera y el inquisidor saliera de la casucha. Catalina se quedó en el umbral y con una sonrisa despidió a Diego de Deza. ––Que tenga buen camino, su excelencia––gritó la muchacha a lo lejos. El inquisidor la escuchó, pero no detuvo el paso ni intentó voltear: “Esta es una tarde que durará vívida como un sueño entre todas las tardes” Se dijo. Al llegar a Castilla y León, el inquisidor se refugió en sus habitaciones y ordenó que no se le molestara. Toda la noche y gran parte del día siguiente repasó una y otra vez cada segundo y cada centímetro de la experiencia que acababa de vivir. Las imágenes se revolvían en su mente; los ojos de Catalina, los herejes ardiendo en las hogueras; su deber como la mano de hierro de Dios; su deber como hombre imperfecto, débil, proclive al pecado, a la carne, a otro amor que no era el de Dios, pero que parecía más intenso. Más real: ––Ya casi no soy nadie–– se decía –– soy tan sólo ese anhelo que se pierde en la tarde. En ti, Catalina, está la delicia y el goce de la vida como está la justicia y la verdad en el fuego de la hoguera–– se decía sollozando. Forzaba la memoria para recordar lo que había sucedido en la casa de Catalina Maldonado, pero algo le bloqueaba el pensamiento; lo atoraba ahí frente a la entrada de la casucha y no podía recordar nada concreto. El siguiente recuerdo coherente y claro que le venía a la cabeza era de él montado a caballo de regreso a Castilla sin poder apartar de sus pensamientos la boca y los senos de Catalina. Reexaminaba su situación cuando de súbito encontró la respuesta: ––¡Es una bruja!–– gritó. ––Catalina Maldonado, has tentado con tu carne a la mano de Dios. Yo, Diego de Deza, Inquisidor General de la Santa Inquisición, te persigo, te juzgo y te condeno. Salió de sus aposentos, a media tarde, y ordenó a su séquito que se adelantara a la villa de Borau y apresaran a Catalina Maldonado por ser bruja y amante de satanás. ––¡Quiero que todo esté listo para su ejecución en cuanto yo llegue!––gritó. El alquitrán escurría por el cuerpo de Catalina cuando empezó a hablar para si misma algo incomprensible. Diego de Deza estaba a punto de dar la orden de encender las ramas que cubrían hasta la cintura a la mujer cuando se acercó nuevamente a ella: ––Eres definitiva como el mármol, Catalina, tu ausencia entristecerá otras tardes. Todas las tardes. Diego de Deza bajó la mano y el verdugo encendió el ramaje. De inmediato corrieron las llamas y abrazaron a la mujer. Un chirrido empezó a llenar los oídos de los presentes y el inconfundible olor a carne quemada los cercó a todos. El humo se levantó junto con grandes lenguas de fuego, pero no se escuchaban los gritos de Catalina. ––Perdóname, Señor por lo que acabo de hacer––se dijo con un susurro el inquisidor.

Sincopado


––Beatriz ama esos chocolates con una cereza en el centro–– se dijo Ramón a sí mismo con una sonrisa enorme.

El recuerdo de la última vez que él y Beatriz habían estado felices, plenos, compenetrados el uno en el otro, dispuestos a escuchar y a ser escuchados, hoy parecía un sueño. Una imagen tan distorsionada de la realidad que se asemejaba a la copia, de la copia, de la copia de su existencia.

En los últimos tres años habían intentado terapias de pareja, terapias individuales. Discutían al regresar del psicólogo pero siempre terminaban por abrir las viejas heridas que fingían sanar.

En un brevísimo lapsus de claridad, Ramón había caído en cuenta de que el amor y la felicidad que tanto deseaba que le diera su mujer, empezaba por su disposición hacia ella; por la determinación y la constancia que él mismo tuviera para sanar sus propias heridas, para comenzar a reparar sus propios cimientos y no esperar que ella lo hiciera primero.

––La felicidad–– reflexionaba Ramón, –– es una búsqueda individual; no depende de ella, depende de mí.

Se le colmó el alma con un nuevo motivo. Esta visión, estaba seguro, era la renovación de ese amor; tenía que ser un camino de dos vías, pero el trecho más importante era el de ida hacia ella. Ese primer tramo tenía que allanarse y, esa, era una tarea que le correspondía a él.

Por un instante se olvidó de las diferencias y afanoso se concentró en las coincidencias de sus almas; de la vida que habían construido juntos con tanta energía e ilusión y que poco a poco se iba perdiendo en los pequeños detalles. En nimiedades.

Al llegar a casa esa tarde, decidió acompañar la caja de chocolates con una rosa roja, fresca y húmeda. Abrió la puerta y entró a hurtadillas con el corazón galopante, ansioso, listo para empezar de nuevo.

Al pasar por la mesita, al lado de la escalera, notó un llavero diferente. Eran las llaves de un BMW. El alma se le atoró en el pecho, un sudor frío le heló la piel y empezó a imaginar miles de cosas. Se encontraba en medio de dos fuerzas descomunales; una que lo obligaba a subir y buscar a Beatriz; la otra que lo jalaba hacia la salida.

Ramón sentía que los latidos de su corazón le movían la camisa. La boca se le secó hasta agrietarse y la vida se le empezaba a ir con los pensamientos.

Uno por uno subió los escalones avispando el oído y detectando gemidos de placer. Ésos que él no le había arrancado en años a Beatriz.

Sin darse cuenta ahorcaba la caja de chocolates y se enterraba en la mano una espina de la rosa, hasta que un hilo de sangre le recorría por la mano hasta las mancuernillas. No sentía las piernas, avanzaba como flotando con la mente y su atención giraba en todas direcciones. Los gemidos aumentaban en intensidad.

Abrió la puerta de su recámara y la encontró ahí, desnuda, recostada en la cama, con las piernas abiertas mientras un nadie le lamía el sexo con vehemencia. No lo escucharon entrar y él se quedó petrificado en la entrada, con la caja de chocolates aprisionada en la mano hasta que se le blanqueaban los nudillos. Avanzó pausado hasta el closet y sacó el viejo revolver que guardaba ahí. Al cerrar la puerta, los amantes se percataron de su presencia y él solamente levantó el arma y los encañonó.

Desnudos y sin tener nada a la mano para ocultar su osadía, los dos se encimaron al tratar de hablar y de explicar lo inexplicable.

Conforme se iban arrebatando la palabra, el movía el arma apuntando a uno y a otro con la mirada perdida. Con la sangre hirviéndole en las sienes. Su rostro no tenía expresión y sus oídos no registraban nada. Aquellas voces infames se detectaban como esa realidad de la que quería escapar; sonaban lejanas como la copia, de la copia, de la copia…

Una lágrima se le escapó. Mientras amartillaba el arma no quitaba los ojos de Beatriz.

La detonación ensordeció la habitación mientras por el suelo reptaban los sesos y la sangre de Ramón bañando la caja, los chocolates y los pétalos de la rosa roja, fresca y húmeda.

La Sobremesa


Ese vaivén constante de los vagones del tren adormece los sentidos. La vista puesta en el camino a través de la ventanilla contribuye a la hipnosis de la experiencia. El golpeteo incesante de la máquina se vuelve casi inexistente después de un rato, y hoy ya no sé si todo aquello ocurrió de verdad o solamente fue parte de la misma ensoñación del viaje.

––Vas a adorar a mis primos–– me dijo Manuel antes de abordar el tren que nos llevaría desde la Ciudad de México hasta Guadalajara.

Diez horas de viaje con Manuel para visitar a su familia y pasar un verano diferente.

La vida siempre encierra sorpresas, algunas trágicas, otras inesperadas, placenteras y otras más que caen en una categoría indefinida. Como en el limbo, difíciles de clasificar, de asimilar y, a veces, difíciles  hasta de entender.

Después de un par de horas de viaje, Manuel y yo decidimos comer algo en el vagón comedor del tren. Estaba prácticamente vacío, solamente había un compartimiento con dos muchachas que habían terminado de cenar y bebían unas cervezas.

Nosotros saludamos por cortesía y al sentarnos descubrí que una de ellas no nos quitaba los ojos de encima; nos revisaba con curiosidad y su mirada denotaba alguna búsqueda en su memoria, quizá algún rostro. Al observarla haciendo este ejercicio comencé a poner atención a sus rasgos, a su fisonomía y de pronto una cara apareció en mi memoria con un nombre pegado a él: Gabriela Sánchez.

––¿Gaby?–– pregunté.

––¿Gaby Sánchez, verdad?–– rematé prácticamente convencido y ella reaccionó de inmediato levantándose y extendiendo los brazos en señal de bienvenida.

Manuel y yo habíamos estudiado con ella en la escuela secundaria y nos reconocimos rápidamente. Nos presentó a su amiga y ocupamos todos el mismo compartimiento.

Pasamos algunos minutos recordando aquellos tiempos y poniéndonos al día con nuestras vidas, las universidades, los proyectos, nuestros sueños…

Las buenas pláticas siempre toman caminos inesperados y sorpresivos; un pequeño detalle se encadena a otro y así, antes de hacer consciencia de toda la secuencia de eventos, uno se encuentra en medio de una conversación aparentemente ajena al origen del encuentro inicial.

Hablábamos del mundo mágico, de la vida después de la muerte, de los médiums y los muertos. El tono de la conversación era amable, más lleno de curiosidad y de ganas de compartir experiencias que de asustar o de reír.

Gaby se mantuvo callada la mayor parte del tiempo; asentía con la cabeza o abría los ojos simulando sorpresa.

––Gaby tu no crees en nada de esto, lo puedo ver en tus ojos–– le confesó Manuel, con un aire de investigador.

––No es cuestión de creer o no. Hay cosas que son como son. Quizá uno se acostumbra a eso y se pierde un poco la novedad–– aseveró Gaby muy serena.

Desde ese momento ella decidió compartir algunas de sus experiencias y nos advirtió que sabía de antemano que probablemente no creeríamos nada.

––¿Has tenido algún amigo imaginario Manuel?–– preguntó Gaby.

––Jamás–– contestó él, totalmente convencido.

––Yo siempre he tenido a una amiga cerca de mí–– replicó Gaby, manteniendo ese tono ecuánime y relajado.

–– No los quiero convencer de nada. Solamente quiero compartir con ustedes esto–– agregó.

Nos contó acerca de una amiga que apareció en su vida cuando Gaby tenía apenas cinco o seis años de edad.

–– Se llama Tete. Así le he dicho siempre.

––¿Siempre?––replicó Manolo.

––¿Es decir que la sigues viendo?–– apuntó.

––Sí–– dijo Gaby. En tono seco. Sin titubear.

Nos relató que al principio no sabía el origen de Tete y ella creía que era una niña normal.

––Un buen día, me descubrí hablando con Tete yo tenía quince años pero ella seguía usando coletas y nunca se cambiaba ese vestido azul celeste. Seguía siendo esa niña de cinco años. La misma de siempre. Comenzó a aparecerse en mis sueños. Me hablaba y me invitaba a volar con ella. Quería viajar. Tardé mucho en aceptar sus invitaciones hasta que una noche dije que sí. Me tomó de la mano y salí de mi cuerpo, volé con ella, conocí el cielo más allá de las estrellas. Pasé, en segundos, de la noche al día y, esa primera vez, paseamos por unas calles adoquinadas, con faroles de hierro que remataban las esquinas de aquel exquisito lugar. La luz en el ambiente era tenue. Parecía un amanecer claro. Al final de la calle dónde nos encontrábamos, había una escalinata de piedra que ascendía y, desde el pie de esa escalera, alcanzábamos a ver los mástiles de algunas embarcaciones. Estábamos en un muelle. Subimos esas escalinatas como flotando y movidas solamente por la intención de hacerlo. Al llegar a la parte más alta, comprobé que era un hermoso muelle. Me llamó la atención un pequeño bote color rojo con velas blancas. En la proa de la nave estaba impreso, con letra dorada, el nombre del barco: “Gabrielle”. Me arrancó una sonrisa al verlo y Tete no dijo nada. Me sujetó de la mano y en un instante estaba de vuelta en mi cama.

––Lo soñaste Gaby–– comentó Manuel con cierta incomodidad.

Gabriela solamente sonrió y repitió su advertencia:

––Sí, quizá eso fue Manolo. Pero como te dije hace rato, no trato de convencer a nadie. Sé diferenciar los sueños de la realidad–– agregó sin perder la compostura y con una leve sonrisa dibujada en la cara.

Manuel percibió aquella señal y le lanzó un reto en tono más jocoso. Quizá para intentar aliviar la tensión que se había creado para todos los demás.

––¿Por qué no invitas a Tete, Gaby? Esta noche, aquí, en este mismo tren.

––Honestamente no creo que puedas manejarlo Manolito–– y aquel diminutivo que Gaby usó, me hizo dudar por un momento acerca de la veracidad de toda la historia.

––La mejor forma de saber si Manuel puede o no manejarlo, es haciéndolo, ¿no?–– le dije a Gaby. Apoyando el reto de mi amigo.

––De acuerdo–– contestó Gaby.

––Intentémoslo.

Gabriela levantó la cabeza y en voz alta dijo:

––Tete, ven por favor, unos amigos quieren conocerte.

Sentí una mezcla de ansiedad, de miedo y de emoción. Todo junto, revuelto, amontonándose en mi interior.

Se hizo una pausa larga. Tal vez sólo duró unos segundos pero me parecieron una eternidad y de pronto la puerta del vagón comedor se abrió. El sonido de la máquina andando y el aire frío de la noche inundaron el recinto por unos instantes y después la puerta se cerró. Nadie estaba ahí, pero Gaby siguió con la mirada a algo o a alguien hasta que aquello se detuvo a un lado de nuestro compartimiento.

––Aquí está. Ella es Tete–– afirmó, Gaby, con notable alegría.

––No veo a nadie Gaby, pero me encantaría saber cómo hiciste el truco de la puerta–– agregó Manuel visiblemente consternado.

Gaby volteó al pasillo y como si hablara con alguien invitó a Tete a demostrar que ahí estaba. Sin demora una de las latas de cerveza se levantó sola. Flotó unos veinte centímetros por encima de la mesa y después bajó lentamente hasta posarse por completo en ella.

Manuel se levantó violentamente de la mesa y se alejó caminando de espaldas muy descompuesto. Estaba pálido y no decía nada.

––Hey ¿Manuel?––le gritó Gaby.

––¿Sabes que seis meses después de mi primer viaje con Tete, fui a Francia y conocí aquel muelle del que te hablé? Subí las escaleras y del otro lado estaba el barco rojo con velas blancas y tenía el nombre en la proa escrito en dorado.

Manuel corrió hasta la entrada del vagón comedor y salió disparado hacia nuestros asientos.

Yo estaba paralizado en la mesa con Gaby, su amiga y Tete.

En voz más baja y con una sonrisa inmensa en la cara Gaby terminó su comentario:

––“Gabrielle”, así se llamaba aquel barco en Francia. Por favor díselo a Manolito ahora que lo veas.

Inés


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–Sí, me llamo Inés.

–Moncada Ramírez.

–Diez y seis, en mayo cumplo diecisiete.

–No, el Gordo no es pariente mío, pero es como mi papá.

– Pues me ha enseñado muchas cosas.

– Como a entender la vida…

– El Gordo dice que esas son pendejadas señor. Que la vida no es así.

– El Gordo dice que la escuela es perder el tiempo.

– Porque ahí no hay varo señor y si es cierto, a nadie le pagan por estudiar.

–¿Mi verdadero papá? Ese culero se la vive pedo y nos madreaba. Una noche mi hermano Mario le partió su madre y luego se largó.

–¿Cómo que malas palabras? No sabía que hubiera unas buenas y otras malas. Además son las únicas que me sé.

–No, señor, le digo que el Mario se largó. No lo he vuelto ha ver. Pero seguro está mejor.

–Mi mamá le aguanta todas sus chingaderas a ése. Por eso me fui yo también.

–No, al Gordo lo conocí luego. Me llevó con él la Rama.

–No sé señor, así le dicen todos creo que se llama Paty o Nati o algo así.

–El Gordo me da de comer y me dio trabajo.

–Yo hambre no paso, haiga que hacer lo que haiga que hacer.

–Pus al principio no me gustaba, me daba miedo, pero estaba bien pendeja y no sabía nada pero El Gordo me explicó y las otras Doñas también.

–Nel, hay otras putas más chavetas. Hay una de trece y le va re bien a la cabrona.

–Tres veces nomás, El Gordo me dio un pinche té y con eso lo eché pa fuera.

–No, no era mi hijo, El Gordo dice que, esos, son los errores de Dios y que hay que devolverle a Él también sus chingaderas.

–No señor, no sabía eso.

–No sé qué es eso de vas fémina, señor, pero yo no hago eso.

–Desde temprano. Como a las diez de la noche empiezo a chingarle.

–Depende, a veces acabo a las cinco de la mañana, otras veces hasta las siete, pero eso es los viernes o los sábados.

–Nel, el domingo no trabajo pero si hay Clientes, ni pedo, El Gordo me manda.

–Cincuenta pesos por una mamada y por doscientos varos, hasta les digo que los quiero.

–¿Que si me canso de qué? Señor.

–No, El Gordo me da bicarbonato y me repone en chinga.

–Por la nariz. Es olido.

–Chale, no sé por qué se ríe, señor.

–Sí, es bicarbonato.

–No lo sé, a mí el Gordo me manda a llevar el bicarbonato a otras personas.

–No los conozco. No sé cómo se llaman. A mí na’mas me pagan el bicarbonato y yo le doy la feria al Gordo.

–Oiga señor, yo nomás soy puta, yo no vendo esas mierdas.

–Es por encargo del Gordo.  Yo no sé de dónde lo saca.

–No estoy diciendo mentiras señor, a mí me dijo que era bicarbonato y yo le creo.

–¿Por qué me voy a ir al infierno!

–¡Que yo no sé qué son las blasfemias o eso!

–¿Y yo cómo voy a saber que eso es malo?

–Si eso es malo, entonces usté también se va a ir al infierno, señor.

–¿A poco cree que no nos damos cuenta que usté se coge a los niños de la iglesia?

–Si yo me voy a condenar, usté también, señor cura. Usté también.