Desde la Celda


Después de entregarnos los uniformes de plástico, nos subieron en vehículos, que parecían contenedores y empezaron a conducir. Fue casi un milagro haber quedado en el mismo vehículo con mis hermanos:

-No estaré solo- Pensé.

Durante el trayecto no podíamos ver hacia el exterior. Los contenedores se detenían sorpresivamente y después de algunos minutos de silencio reanudaban su marcha mientras la incertidumbre se iba apoderando de todos nosotros.

En una de esas pausas, alcancé a escuchar el sonido de una reja que lentamente se levantaba con un chillido espeluznante, después empezamos a avanzar poco a poco hasta que nos detuvimos totalmente y el vehículo se abrió.

Nos dividieron en grupos, nos cubrieron con una lona y, en otros autos, supongo que más pequeños, nos condujeron a través de callejones. Sentía el automóvil doblando a la derecha y después a la izquierda a baja velocidad. En intervalos irregulares escuchaba la voz metálica y distorsionada de una mujer a través de un altavoz, no entendía lo que decía pero siempre parecía repetir la misma frase 2 ó 3 veces en cada ocasión. Después de algunos minutos, me percaté de un intenso olor y más tarde descubrí que en realidad era una mezcla de aromas, variados, incoherentes; fusiones incomprensibles de tonos suaves que súbitamente se convertían en vahos amargos. El auto viraba y la atmósfera se transformaba, nuevas fragancias llenaban el aire y en un santiamén el aire pasaba de un profundo olor a pino, hasta la inconfundible presencia de pan recién horneado. Sentí miedo, no tenía la menor idea de dónde estaba o a dónde nos llevaban.

Cuando el automóvil se detuvo y levantaron la lona, nos encontramos de frente con un gran edificio. Al llegar a su entrada, nos formaron en filas interminables; hombro con hombro, sin dejar huecos entre la fila de adelante y la de atrás. A los de uniforme rojo los llevaron al piso más alto, a los de azul los pusieron en el piso de abajo y a nosotros, simplemente por vestir de negro, nos pusieron en el piso central. Ocupábamos la primera fila y al quedar alineados, claramente sentí a mis compañeros temblando. Yo también lo hacía.

La construcción en la que nos encontrábamos era similar a la que estaba del otro lado de la calle por donde pasaba la gente. Nuestros vecinos estaban formados igual que nosotros y en ningún edificio había ventanas ni muros, solamente enormes planchas de metal que hacían de suelo. Nuestro techo era el piso del siguiente.

El auto se fue y se hizo el silencio en toda la calle, la única que no tenía ningún olor específico. Así pasaron horas hasta que tomaron a uno de mis compañeros, le quitaron el casco y le empezaron a presionar la cabeza y el cuello hasta que vomitó en medio de las desconcertadas miradas de todos nosotros; le devolvieron el casco, lo tomaron por la cintura y se lo llevaron. El olor penetrante y ácido de su basca me llevó como relámpago hasta mi casa; recordé con nostalgia el día en que me entregaron mi uniforme y me designaron como miembro del equipo que hoy se desintegraba. El ambiente estaba tensó y era evidente que el miedo se apoderaba de todo el piso. Todos nos preguntábamos en silencio quien sería el siguiente mientras restos del vómito de mi compañero ocupaban el espacio donde segundos antes él había estado.

Horas más tarde llegó mi turno y cuando me sacaron de la formación, recé para que solamente me quitaran el casco y, después de torturarme, me regresaran a la fila pero no fue así.

Me alejaron del edificio y empecé a recorrer aquella ciudad desde una prisión móvil. Descubrí que mi jaula no era la única, cientos de ellas rondaban alrededor de la ciudad, iban y venían en todas direcciones con las entrañas rebosantes de prisioneros y sentía en las miradas de los conductores que buscaban a otros como yo.

Dentro de la ciudad, las manzanas y las avenidas parecían tener su propia personalidad, su propia esencia; Había callejuelas heladas con olores a muerte y a dolor que parecían venir de todas partes. Constantemente la prisión se detenía y nuevos desconocidos se incorporaban a esta cárcel. El espacio en aquella cloaca se reducía conforme más y más prisioneros ocupaban su lugar, llegó el momento en que tenía a perfectos extraños montados sobre mí y yo sobre otros hasta que no cabía un alma más en ese lugar.
Desde la celda y a través de los barrotes, alcanzaba a ver algunos letreros que marcaban los nombres de calles, dimos vuelta en la Avenida 6 y regresó el olor a pan recién horneado, al llegar a la esquina doblamos a la derecha y repentinamente llegó el aroma a pino sin dejar rastro del olor anterior; mientras nos alejábamos de aquella calle, la temperatura empezó a descender violentamente; traté de ver a través de los barrotes y encontré los cuerpos inertes y mutilados de algunos animales que recostados en camas de hielo, veían el interminable paso de nuestras mazmorras móviles. Cada bocanada de aire que tomaba llevaba consigo algo de tristeza y de gritos contenidos que se me atragantaban en el alma. Esquivé la mirada para evitar los cuerpos pero el aire helado y su hedor me los pusieron enfrente una vez más.

Como ya era costumbre en aquel lugar, al llegar al final de la calle, el frío y el tufo a muerte desaparecieron, su sitio lo ocupó, un fino aire a frutas y en ese momento supe que iba hacia la salida. Había recorrido todo el camino de regreso. Intenté ver a través de los pocos espacios libres que quedaban en la prisión y alcancé a ver un retén al final de la calle; uno a uno nos fueron sacando de la cárcel, nos hicieron pasar por una especie de detector, nos metieron en bolsas de plástico y nos regresaron a la prisión. Dentro de esas bolsas el aire era pesado, asfixiante y a todos se nos dificultaba respirar. Cuando nos empezamos a mover, la bolsa donde yo iba se rasgo y pude asomarme hacia el exterior, claramente vi que atrás del retén estaba el edificio con mis hermanos y lo último que supe de ellos fue que la calle donde se habían quedado tenía un letrero en la esquina:
Pasillo 2 Artículos para Caballero, Jabones, Espuma para Rasurar y Desodorantes.

Paciencia



La explosión había ocurrido a cientos de kilómetros, y a la distancia, el cielo comenzó a iluminarse más allá de lo que jamás había soñado. Un viento poderoso se desató en medio de un ensordecedor silencio y todo voló por los aires: autos, árboles, gente, sueños…
La tierra se partió y enormes gajos de concreto empezaron a ser deglutidos por el suelo. No quedó piedra sobre piedra.

Empecé a rodar a través de una de esas grietas y cuando me detuve, había quedado boca arriba. Instintivamente decidí no moverme y esperé a que terminara de pasar aquella ráfaga incandescente que todo lo quemaba. Una vocecilla interior empezó a dictarme las instrucciones para mi supervivencia; cerré los ojos y me dejé llevar. Todo mi interior empezó a funcionar más lento, nada tenía prisa y mi vida empezó a dosificarse. No escuchaba gritos de ayuda porque allá arriba ya nadie la necesitaba y pensé en mis hermanas. Algo dentro de mí me decía que en aquellos instantes ellas también estarían luchando por salir adelante y sobrevivir.

El terreno estaba caliente y sentía la grava ardiendo en mi espalda, ni siquiera eso iba a hacer que me moviera. La luz se agotó y una nube blanquecina empezó a cubrir el cielo, la temperatura bajó dramáticamente y al principio sentí alivio por puro contraste, por variar la situación, pero pronto esa medicina empezó a enfermar también. Con el paso de los días, el sol se convirtió en un reflejo verdoso a través de las nubes de polvo y terminó por ser una mera referencia de tiempo que no daba ni quitaba nada. El esfuerzo interior por seguir el nuevo ritmo de mi vida me absorbió al grado de no moverme un sólo centímetro para ahorrar toda la energía posible. No quería comer, no quería dormir, solamente quería mantener a mi cuerpo viviendo. Con frecuencia la tierra se cimbraba sacudiéndose afiebrada de esa enfermedad que la estaba matando y fue en una de esas convulsiones que una nueva grieta se abrió y volví a rodar hasta quedar boca abajo. Levanté la cabeza y a toda velocidad empecé a correr; el paisaje era irreconocible así que cualquier camino que eligiera era el correcto; decidí seguir en línea recta y atrás de un montículo de fierros retorcidos las vi, cientos quizá miles de hermanas que corrían hacia el sur buscando alimento. Extendí las alas y volé directamente hacia ellas sabiendo que tarde o temprano, millones de antenas juntas buscando el camino correcto, acabarían por darnos de comer a todas.