Del Otro Lado


Del otro lado

Habían sido quince maravillosos años, con altas y con bajas, con más alegrías que disgustos y todo se había acomodado para ellos como si hubiese estado planeado desde siempre. Esperaron siete años antes de tener a su primer y único hijo, porque querían viajar y disfrutar una larga luna de miel antes del compromiso interminable de la paternidad. Esa pequeña niña, Ana, había culminado el núcleo familiar. Le había dado un sentido claro y certero al futuro.

Sí, había mucho que celebrar esa noche.

Veinte minutos antes de las nueve y el matrimonio Rangel estaba dispuesto para salir a cenar y celebrar su quinceavo aniversario. Ana, dormía desde hacía una hora en su habitación y ni siquiera la insistente lluvia que había comenzado a salpicar desde la tarde, iba a impedir aquella velada. Salieron de la casa eufóricos como adolescentes en su primera cita.

Ana, mientras tanto, soñaba con un enorme parque lleno de juegos de colores, resbaladillas, columpios y postes de luz formados por columnas de caramelo. A su lado caminaba Buba, su pequeño oso de peluche. Compañero incondicional en todas sus aventuras.

Deambulando por aquel imponente bosque mágico, Buba cayó al suelo convulsionándose y Ana, en cuclillas, intentaba aquietarlo con suaves caricias sobre su cabeza de felpa.

Las convulsiones arqueaban violentamente al oso:

-¡Regresa mi niña. Regresa!- Le gritó en medio de un terrible espasmo.

Ana se levantó de inmediato y empezó a caminar hacia atrás sin quitarle los ojos de encima a su fiel compañero. Una lágrima azul rodó por la mejilla del oso que seguía gritándole con angustia:

-¡Ana, regresa ahora mismo!-

Entre sollozos y gritos del animal, Ana dio media vuelta y corrió tan rápido como sus fuerzas lo permitían hasta que empezó a volar por encima del parque y sus juegos de colores.

Buba se convertía, desde el cielo, en un diminuto punto blanquecino hasta que repentinamente Ana caía desde las alturas a toda velocidad. Agitaba sus brazos y piernas intentando nadar en el aire pero era inevitable chocar contra el suelo; gritó aterrada cuando faltaban centímetros para la colisión y en un sólo movimiento se sentó en la cama.

Todavía alcanzó a escuchar su alarido mientras por las mejillas le rodaban gotas de sudor. Se descubrió sosteniendo a Buba de una pata y con la mirada recorrió la habitación. El reloj de la pared señalaba las cuatro y diez minutos.

El silencio caía desde el techo como ceniza, cubriéndolo todo.

Durante unos instantes esperó a que sus papás regresaran corriendo a la recámara por su grito, pero nada de eso pasó. Sumida en esa reflexión, escuchó una voz distorsionada que la llamaba por su nombre:

-Regresa Ana, regresa-

La niña no tenía forma de descifrar si la voz era de hombre o de mujer, solamente sabía que llegaba desde lejos y que provenía del otro lado de la puerta principal de su habitación.

Una segunda voz, más aguda que la primera, repetía su nombre y le pareció escuchar un leve quejido o llanto acompañando ese llamado.

Apretando a Buba con la mano, se levantó despacio de la cama y camino de puntillas hasta la puerta del cuarto. A medio camino escuchó a la voz aguda más cerca llamándola por su nombre:

-Ven Ana, todo está bien. Acércate- Murmuró el aire a través de la puerta de madera.

Paralizada en medio de la recámara y con Buba colgando de una pata, Ana confirmó que esa voz no era normal, había algo extraño en su tono.

Un escalofrío le recorrió la espalda desde la nuca y la hizo retroceder y acurrucarse entre las cobijas con Buba como escudo; los ojos desorbitados no se separaban de la puerta.

Por tercera ocasión una voz la llamó, pero esta vez fue muy clara, era una mujer la que, en tono enérgico, la invocaba:

-Ana, tus padres quieren verte, te ruego que te acerques por favor. Hay algo que necesitan decirte-

Fue tan clara la llamada y tan desconocida esa voz que Ana gritó con todas sus fuerzas:

-¡Mamá!-

Y ansiosa volteó hacia la puerta sabiendo que su madre debería estar ahí.

Una luz tenue apareció por debajo de la puerta y alcanzó a percibir una silueta que se acercaba. Corrió hacia la entrada de la habitación todavía con Buba entre los brazos y trató de abrir la portezuela pero esta no cedía.

-¿Mamá, eres tú?, estoy escuchando voces, ¿mamá?-

La puerta no se movía y Ana buscaba desesperada la silueta de su madre para abrazarla. Atravesando la entrada como si fuera agua apareció desde el otro lado una mujer de raza negra con collares hechos de cuentas de colores que le rodeaban el cuello y le caían hasta la cintura. Los ojos eran totalmente blancos, sin pupilas y el rostro no tenía expresión.

-Ana tus padres están aquí y quieren hablarte, acércate- Dijo la mujer mientras estiraba su brazo hacia Ana.

La niña gritó nuevamente y corrió hacia su cama intentando escapar de aquel fantasma. Se escondió entre las sábanas con Buba a su lado y temblando incontrolablemente espió hacia la entrada para comprobar si seguía ahí la mujer. La puerta seguía cerrada e instintivamente volteó hacia el reloj de pared. Cuatro y diez de la mañana.

-Estoy soñando- Se dijo, tratando de encontrar una explicación.

Empujada por la idea de que todo era un sueño, se levantó de la cama y caminó decidida hacia la puerta. Giró el picaporte y del otro lado encontró en el suelo un tapete de bambú, velas encendidas y a la mujer de color sentada en flor de loto frente a una fotografía de Ana; a la derecha su madre llorando con los ojos enrojecidos y a la izquierda su padre con la cara descompuesta gritándole a su esposa.

-¡Los muertos no regresan carajo! ¿Hasta cuándo vas a dejarla descansar? ¿Hasta cuándo?-

La negra levantó la mirada sin pupilas y atravesando a Ana dijo en tono suave:

-Ella ya está aquí. Ana está entre nosotros.

Entre el Rojo y el Verde


En la esquina de la avenida el mimo contemplaba nervioso el perpetuo paso de los autos; se concentraba en su acto y cuando la luz se tornaba ámbar, tomaba la vieja escalera, levantaba los pinos gastados y se acomodaba la nariz de goma roja en la cara. La luz se hacía roja y brincaba a la calle extendiendo los brazos en señal de saludo, abría la escalinata metálica y trepaba por los peldaños mientras los pinos giraban en el aire dibujando sueños. Todos sus sentidos se concentraban en el malabar y su mente se adelantaba fracciones de segundo Construyendo la siguiente suerte. Los sonidos se apagaban, la gente desaparecía y en su cabeza escuchaba aclamaciones de admiración y expresiones de sorpresa de los automovilistas que lo veían ejecutando con maestría ese fascinante arte que desafiaba la gravedad.
Abstraído y obsesionado con malabarear más objetos, el mimo siempre empujaba el acto un poco más, se esforzaba hasta que el sudor le salaba los ojos con tal de que la gente se quedara satisfecha con su actuación. Conforme la presentación avanzaba, los pinos en el aire lo hipnotizaban, lo hechizaban al trazar ochos en el cielo; nunca se percataba que las monedas de reconocimiento siempre se quedaban intactas cuando el verde alcanzaba al rojo y su público se escapaba a toda velocidad.