Rompiendo la Rutina


El timbre del teléfono lo sacó de sus pensamientos y de la televisión que llevaba mirando casi 2 horas. Estaba con la pijama puesta y el cabello desordenado a pesar de que el reloj marcaba las 12:00 del día de un miércoles más. Se acercó a la minúscula mesita de madera a un lado de la puerta de la sala y con molestia meditó unos instantes si lo dejaba sonar 3 veces más para que se accionara la contestadora o evitaba aquel molesto chillar del aparato y levantaba el auricular. Se decidió por la segunda opción y descubrió con asombro que esa era la llamada que había estado esperando desde hacía varias semanas y que prácticamente había olvidado. Era la secretaria del Lic. Manríquez que finalmente se había dignado a contestar todos sus mensajes. Con su característica voz chillona, la mujer le informó en tono mecánico que el Licenciado Adalberto Manríquez, Director General de Manríquez y Asociados, tendría 30 minutos disponibles ese mismo día a la 1:00 de la tarde para concederle, finalmente, la dichosa entrevista de trabajo que ya en 3 ocasiones diferentes le había cancelado. Después de tantas angustias y de haber pasado de la esperanza a la frustración tantas veces, Manríquez le iba a conceder 30 benditos minutos que era todo lo que él necesitaba para sorprenderlo y contagiarlo de su entusiasmo y de su inagotable creatividad. Su carpeta de impresos y el videocasete con sus comerciales de televisión estaban listos y esperando justamente este momento para dejar fluir su magia. De pronto, se sorprendió parado en medio de la sala de su casa con esa pijama vieja y con el cabello parado caprichosamente en todas direcciones, la barba crecida de 3 días y una aliento que le recordaba en cada bocanada de aire, todo lo que había comido, cenado y desayunado en las anteriores 18 horas. Tenía exactamente 30 minutos para bañarse y rasurarse y 30 minutos más para cruzar la ciudad hasta las oficinas de Manríquez y Asociados. No podía desperdiciar ni un solo minuto.

Salió corriendo hacia el baño y en el camino comenzó a desvestirse; una pantufla quedó a la mitad del pasillo, la camisa de la pijama aterrizó sobre la cama que todavía estaba sin hacer y semidesnudo en la recámara, comenzó a buscar afanosamente la camisa azul dentro del closet; una vez que la encontró, la acomodó delicadamente sobre la cama haciendo un notable cambio de ritmo en sus movimientos y retomándolo nuevamente para preparar el baño.
Ya con la ropa seleccionada y el agua de la regadera bien caliente, entró al baño y comenzó la rutina de toda la vida.
Primero se mojaba perfectamente la cabeza y el cuerpo, después tomaba el Shampoo con olor a frutas silvestres y dejaba caer en la palma de la mano una porción generosa para después comenzar a frotarse enérgicamente desde la frente hasta la nuca en movimientos ascendentes y descendentes hasta que empezaba a formarse espuma y el delicado olor de de las frutas silvestres lo inundaba todo. En este punto, y debido a lo mecánico de la rutina, se abstraía de la realidad e invariablemente se refugiaba en su propia mente repasando, en esta ocasión, las palabras y los tonos correctos que debía emplear durante la entrevista de trabajo. Repetía en voz alta y utilizando distintas modulaciones en la voz, sus más famosos Slogans publicitarios, practicaba poses y trataba de refrescar en la memoria todos aquellos detalles importantes de las campañas que había realizado en los últimos seis años. Mientras ensayaba su entrevista bajo el agua de la regadera, mecánicamente estiraba el brazo y a ciegas depositaba el Shampoo en el pretil de la ventana, estiraba el otro brazo y tomaba el cepillo para limpiarse la espalda; regresaba a los Slogans y se corregía a sí mismo dándose palabras de aliento: -¡Con más energía!, se repetía. – ¡Ya es tuyo, dale lo que quiere!
Tanto se involucró en los detalles de la cita que accidentalmente rompió la rutina del baño diario y en lugar de enjuagarse el cuerpo y salir de la regadera, inconscientemente volvió a destapar el Shampoo y por segunda vez empezó a lavarse la cabeza. Apenas puso las manos en su cabeza, descubrió el error y trató de acelerar el paso de la inútil tarea para recuperar los valiosos minutos perdidos. Como si existiera alguna mágica relación entre la fuerza de los brazos y la velocidad con que se tallaba la cabeza, empezó a incrementar la velocidad del lavado y al mismo tiempo comenzó a imprimir en toda la acción una fuerza considerable; el movimiento ascendente y descendente de las manos se aceleró inusitadamente y en el tercer viaje ascendente uno de sus dedos, el meñique, desfloro cual poderoso macho su fosa nasal izquierda. El dedo había entrado tan profundamente en la nariz, que con la yema de ese dedo sintió la base de su tabique. Inmediatamente cambió los slogans publicitarios por un alarido agudo y empezó a patalear insistentemente en la regadera. Con la misma fuerza con la que el dedo había entrado a la nariz, él lo sacó e inconscientemente abrió los ojos para mirarse la mano. En ese preciso instante, el delicado olor a frutas silvestres de su Shampoo entró a uno de sus ojos y se transformó en una poción increíblemente ácida que lo llevó hasta las lágrimas. La perforación en la nariz había sido tan profunda, que le dolía hasta el agua que le salpicaba la cara. Por los brazos y las manos le escurría sangre, mocos, olor a frutas silvestres y mucha, mucha vergüenza; tenía jabón en todos lados y el ardor en uno de sus ojos se incrementaba. Pataleó arrojó injurias y finalmente se quitó el exceso de jabón y espero ansiosamente a que la sangre de la nariz parara. Una vez fuera de la regadera, se acercó al espejo de arriba del lavabo y se contempló con la cara deforme; la nariz había perdido toda simetría y se había hinchado tanto que le había cerrado parcialmente el ojo izquierdo. Mirándose a sí mismo repitió el último slogan que estaba practicando bajo el agua:
– Barra de mantequilla La Tapatía, la que siempre alegra tu día. Y descubrió con horror que la inflamación ocasionada por su avasallador entusiasmo había hecho que su voz sonara ridículamente nasal, como ahogada, como si trajera un pitillo incrustado justo en el tabique de la nariz y cada vez que hablaba o respiraba, hacía un sonido agudo como de mocos atorados. Salió del baño y se dirigió apresuradamente a la recámara para empezar a cambiarse cuando notó que la máquina contestadora parpadeaba indicando 1 mensaje grabado. Se acercó al aparato y como anticipándose al desenlace apretó el botón de “Play”; era la secretaria de Manríquez que con su, ahora tan familiar y cercano, timbre de voz chillón, decía: – El licenciado Manríquez
se disculpa pero desafortunadamente no le será posible recibirlo a la 1:00 de la
tarde debido a que tiene que salir de viaje hoy mismo. Nosotros nos ponemos en contacto con usted próximamente. Gracias.

En el Librero



La inocencia de los primeros años disfrazó completamente la realidad e impidió, con gran
compasión, que aquellos detalles se mostraran frente a él claros y contundentes. De vez en cuando pequeños visos del futuro se mostraban aislados, inconexos, sutiles y eso hacía que jamás reparara en ellos con certeza. Alberto era un niño con una sorprendente capacidad para absorber la realidad a su alrededor. Nada escapaba a sus sentidos o a su prodigiosa memoria. Con soltura memorizaba rostros, fechas y eventos que en su mente recreaba vívidos, nítidos y los volvía a vivir con una portentosa lucidez. Una maldición enmascarada de bendición.

De corazón limpio y sentimientos auténticos pronto en la vida descubrió su gran pasión: Las mujeres. Rostros de niñas que quedaban tatuadas en su alma, imágenes indelebles de seres preciosos e incomprensibles que le robaban el aliento con solo verlas. Al encontrarse frente a ellas, Alberto hablaba, llenando el ambiente de imágenes claras que siempre iban acompañadas de sus percepciones y sensaciones. Al hablar vaciaba el alma y la entregaba gustoso a esas frágiles criaturas que lo hipnotizaban. Tardó algún tiempo en descubrir que, a pesar de que finalmente lograba retener su atención, siempre había en ellas un rechazo inicial, una mueca de hartazgo o de indiferencia, una actitud que se asemejaba mucho al deseo instantáneo de alejarse. Era en esos momentos cuando algún color, aroma, o alguna imagen maravillosa se dibujaba en su discurso y ellas se detenían un momento para escuchar algo más y eso bastaba para que se quedaran a su lado por un largo tiempo.

Alberto disfrutaba de su compañía, de sus caras, de sus expresiones de asombro y de su risa. Desde lo más profundo se su ser amaba la risa de las mujeres. Aquellos sonidos mágicos se convertían en su motor, en la inspiración para seguir adelante. Esas interminables conversaciones dejaron de ser lúdicas y pronto se sintió atraído por ellas, descubrió el amor casi como una consecuencia de esa convivencia cotidiana con ellas. Aprendió a entenderlas, a pararse desde su perspectiva, a entenderlas antes de juzgarlas, aprendió a apoyarlas y lo más importante de todo, descubrió el gran secreto de hablar menos y escuchar más. Encontró en esas pausas la llave que le permitía potencializar lo que les decía. Empezaba a entenderlas como otros hombres no podían.

Cuando llegó la juventud, Alberto tenía claro que lo más hermoso de una mujer eran sus ojos, su mirada y la claridad con la que se comunicaban a partir de esos pequeños atisbos, de esos rápidos vistazos y del poder de sus contemplaciones.

Aparentemente las conocía mejor que cualquier otro hombre, y se había enamorado de más de una pero nunca había sido correspondido. Sin contemplaciones decidió que lo que debía hacer era hablar más claramente de sus sentimientos, de sus pretensiones desde el comienzo y fue entonces cuando reparó en aquel pequeño inconveniente del rechazo inicial de ellas, en el desinterés, en esa sensación que le mostraban todas de querer alejarse de inmediato con sus muecas de hartazgo.

El primer día que decidió poner en marcha su nuevo plan, lo hizo en una fiesta de la preparatoria. Llegó ya iniciada la reunión y al entrar, sus sentidos se agudizaron y como una fotografía, capturó de un solo golpe la escena completa. Nadie se había percatado de su llegada, nadie había reparado en su presencia. Cruzó aquel patio lleno de gente y alcanzó a notar las miradas indiferentes de todos a su alrededor. Finalmente encontró en la mesa del fondo a una mujer de cabello castaño y ojos verdes que atrapó su atención instantáneamente. Se acercó decidido y trató de hacer conversación.

Regina, la mujer de los ojos verdes, tardó varios segundos en descubrir que aquel susurro que se escuchaba a lo lejos estaba dirigido a ella y provenía del muchacho parado al lado se su mesa. No se mostró demasiado sorprendida al verlo y la mueca de hartazgo apareció de inmediato, desvió la mirada como buscando a alguien más entre la multitud y fue entonces cuando un hermoso color casi perdido en alguna oración que había pronunciado Alberto la atrapó.

Pasaron la fiesta entera hablando, una sensación se apoderó del ambiente, era como si Regina y Alberto se conocieran de toda la vida, las vivencias encajaban, las expectativas eran muy similares y Regina no tardó mucho en convencerse que aquel hombre era muy especial. Siguiendo sus propias decisiones, Alberto, fue conduciendo la plática hasta llegar a sus sentimientos y sensaciones hacia ella. Estaba genuinamente interesado, quería que aquello continuara de manera diferente. Regina esbozó una sonrisa le tomó la mano y suavemente le dijo:

–Eres el hombre más interesante que he conocido jamás. Es como si fueras mi mejor amigo desde hace años.

Acto seguido, Regina dedicó la siguiente hora a explicar con lujo de detalle todas las desgracias y penas que ella estaba viviendo al estar perdidamente enamorada de otro hombre.

–Alberto, tienes la combinación perfecta, eres un hombre que realmente escucha y entiende a las mujeres, ¿Quién mejor que tú para ayudarme?

El piso desapareció bajo los pies del joven y cayó sin sostén desde lo más alto de su ilusión hasta golpear con el duro suelo de la realidad. Aturdido, sorprendido y lastimado, perdió totalmente la capacidad para escuchar y entender una sola palabra más. Regina hablaba allá a lo lejos, en la cima de sus sueños y él estaba demasiado abajo como para entender algo más.

Las palabras: “Interesante” y “ayuda” comenzaron a definirlo a partir de ese momento. Aquella experiencia se convirtió en el molde con el que se confeccionaron todos los demás intentos que hizo por atraer a cualquier mujer.

Con el paso de los años, casi podía repetir en silencio el momento exacto en el que cualquier mujer lo iba a definir como “Interesante” o iba a solicitar su “ayuda”, para resolver todos los conflictos que tenían con la más amplia variedad de patanes o sinvergüenzas de los que se enamoraban perdidamente. La gran mayoría de ellos con rostros y cuerpos hermosos, que invariablemente pesaban más que su gris, casi invisible, presencia.

Al entender su realidad, Alberto comenzó a reconocerse como un viejo libro, de pastas roídas y páginas enmohecidas. Desagradable a la vista, en el mejor de los casos, pero casi siempre imperceptible. Cuando alguien llegaba a darse la oportunidad de abrir sus páginas, con frecuencia descubrían un contenido increíblemente “interesante” y la maravillosa oportunidad de encontrar en él gran “ayuda”, pero jamás la suficiente atracción como para hacerse de él. Prácticamente todas sus lectoras le buscaban para poder resolver sus problemas de amores con alguna impactante y arrolladora revista de moda, con páginas a color e increíbles y bellas imágenes en sus portadas. Con poco contenido pero sublimes formas.

Inteligentemente Alberto decidió, al final, permanecer en el librero y seguir soñando con la lectora ideal hasta que se deshojara su última página, una que con certeza alguien encontraría interesante y de gran ayuda para resolver algún problema y después la desecharía para siempre como había ocurrido con todas las demás. Finalmente entendió que los libros interesantes pertenecen a los libreros y nunca los leen las mujeres de ojos hermosos y profundos, ellas siempre prefieren las revistas a todo color, sublimes, con poco contenido pero de formas hermosas.

La Búsqueda


El grupo de científicos y hombres de fe finalmente había quedado conformado y todos tenían un solo objetivo, encontrar de una vez por todas a Dios.

Los gobiernos del mundo habían aportado los recursos económicos para solventar el multimillonario proyecto y todos confiaban en que el resultado de éste acabaría por unificar a los hombres.
Seleccionaron el Monte Sinaí como centro de operaciones y ayudados por un poderoso telescopio y coordenadas calculadas por Rabinos a través de la Cábala Judía, dieron inicio a la monumental tarea. Antes de empezar, el líder del grupo se llevó la mano derecha al pecho, suspiró profundamente y se asomó al telescopio, ajustó el aparato y echó un ojo al infinito.
Lo primero que observó fue una enorme nube de polvo y gases de color ocre, se internó más en la oscuridad del cielo y localizó ahí una pequeña esfera azul que giraba vertiginosamente, se acercó para inspeccionarla y en su interior descubrió una enorme roca con una construcción metálica en la cima, dirigió la mirada hacia aquel pequeño edificio y halló en una de sus caras una ventana en cuyo interior había un grupo de hombres y en el centro de todos ellos encontró a uno asomado a través de un telescopio con la mano derecha colocada en su pecho.

Desde que te Fuiste


Desde que te fuiste hice consciencia de mi mismo.

Entendí lo ligero que era y lo mucho que me pesabas.

Desde que te fuiste descubrí cuanta energía me consumías y que poco de ti era realmente mío.

Aprendí a ver la vida por lo que me regalaba y no por lo que me quitaba.

Desde que te fuiste mi existencia ha sido dolorosa pero tiene futuro.

Me abandonaste en una cama medio vacía y después comprendí que había sido yo el que te dejaba a ti.

Desde que te fuiste mi mundo se volteó y por primera vez en años fue la felicidad mi prioridad.

Te lloré con alegría y me aterraba tu regreso.

Aquella cirugía te arrancó para siempre de mi ser e innumerables quimioterapias se aseguraron de que jamás volvieras.

Sigo sin saber cómo será el mañana pero todos los días le pido a Dios que tú no estés incluido en él.

Así ha sido todo desde que te fuiste.

Las Últimas Palabras


Como una ráfaga llegaron varios hombres hasta la puerta del convento.

-¡Qué se muere, Madre Superiora, qué se muere!  Gritaban al mismo tiempo mientras golpeaban la enorme puerta de madera.

Detrás de una pequeña celosía asomó la cara una monja joven, sorprendida y asustada.

-¡Don Fermín se muere! Y no está el cura en la iglesia, tiene que ir a verlo la madre superiora. Alguien tiene que acompañarlo y perdonar sus pecados antes.

Imploró uno de esos hombres visiblemente consternado.

La monja cerró la rejilla sin decir palabra y a los pocos segundos, la enorme puerta de aquel recinto se abrió rechinando.

Los hombres dieron pasos hacia atrás para que las puertas se abrieran completas y de ellas surgió una diminuta mujer armada con un rosario, un pequeño frasco de vidrio transparente y un libro de pastas negras que todos identificaron claramente como la Biblia.

A paso firme y con el rostro desencajado, la religiosa avanzaba por el centro de la calle mientras una multitud la seguía a prudente distancia.

Al cruzar la plaza principal del pueblo, otro nutrido grupo de personas se encontraba ahí como esperándola.

Todos murmuraban haciendo sus propias historias y deducciones de la situación.

La monja dio vuelta en una esquina y avanzó decidida hasta la casa de Don Fermín, por mucho, el hombre más anciano de aquella comunidad.

Las dos mujeres que custodiaban la entrada de la casa hablaban sin cesar. La de más edad encaró a la monja y sollozando le dijo:

-La salvación de mi marido está en sus manos. Ayúdelo.

La madre superiora la miró fijamente por encima de sus anteojos y levantando una ceja asintió con suavidad. Abrió la puerta y sola entró a la casucha.

Dentro de la habitación, la cama de Don Fermín estaba dispuesta a un costado de la ventana.

La luz que por ahí se colaba acentuaba el gris pálido del rostro de aquel hombre. Con el cabello largo y descompuesto cubriéndole las orejas, Don Fermín se debatía entre la vida y la muerte.

Una máscara de oxígeno le tapaba la cara y un enorme tanque a su lado era lo único que lo mantenía vivo en ese momento.

La mujer se acercó cautelosa y lo descubrió despierto, con los ojos abiertos y una terrible mueca de dolor debajo de aquella mascarilla de plástico que se empañaba con cada bocanada de aire que aquel anciano tomaba.

-Dios está contigo Fermín.

Dijo la mujer usando un tono pausado y lleno de amor.

Dejó sus instrumentos en el buró y se sentó en la cama, a un lado de la cabeza del enfermo.

Con incalculable ternura, le peinó las largas canas que le cruzaban la cara y posó la palma de su mano en aquella frente arrugada.

Repentinamente, el viejo empezó a agitarse y revolverse en ese lecho. Lleno de dolor quería hablar pero de su garganta solamente salían desesperados lamentos que la mujer no podía entender.

-¡Dios está contigo! Insistió asustada la monja.

-Dios perdona todos tus pecados Fermín, estás en paz con Él y con los hombres, tienes que aceptar la voluntad del Señor.

Pero el anciano desesperado levantaba los brazos y hacía ademanes como queriendo comunicarse con la mujer.

Entre lamentos y desesperados intentos por retener la vida que se le escapaba, Fermín le indicaba a la religiosa que quería escribir algo.

Ella volteó al buró. Encontró una receta médica y un lápiz desgastado.

Sin bajarse de la cama y manteniendo la mano en la frente de aquel hombre, le acercó papel y lápiz.

Apenas con un susurro le dijo al oído:

-Tranquilo hijo mío, quédate en paz. Escribe lo que necesitas que te perdone.

Fermín, más débil con cada segundo que transcurría, tomó aquello y entre horribles espasmos, rayó, apenas, un mensaje para la monja.

Con la poca energía que le quedaba en el cuerpo, inhaló lo que sería su último aliento de vida y sus brazos inertes se desplomaron sobre la cama todavía sujetando el papel rayado.

La mujer contuvo el llanto, sintió como el alma se le anudaba y entrelazando las manos se las llevó a la boca susurrando para sí misma una brevísima oración.

Levantó el rostro hacia el cielo y se persignó.

-Ahora estás contemplando la inmaculada luz de Su rostro Fermín. Ahora te estás reuniendo con el todopoderoso hijo mío. Sollozó

Con un delicado jalón, liberó el papel de las manos del anciano, se acomodó las gafas e intentó leer las últimas palabras de aquel hombre.

Después de algunos segundos haciendo gestos y manipulando el papel, moviéndolo en diferentes ángulos para descifrar aquellos garabatos, finalmente lo alcanzó a entender todo. La receta decía:

“Madre Superiora, hágase a un lado porque está sentada en el tubo del oxígeno”

Incompleto


El aire es denso. Saturado de infinitas partículas de polvo finísimo. Cada una de ellas, tapa los poros de mi piel impidiéndome respirar. La noche se está apoderando de mi existencia y por más que abro los ojos, no alcanzo a ver absolutamente nada. Lamentos ajenos entran por mis oídos, parcialmente sordos, sin que pueda moverme un centímetro. Algo aprisiona mis piernas y mi pecho entorpeciendo, aun mas, la entrada del aire a mis pulmones. Después de un rato, hago consciencia de que mantengo en el rostro una mueca de dolor contenido. Me duele la cara, las mejillas han permanecido tensas una eternidad, y al relajarlas, las siento entumidas. Me guío por los sonidos y a la distancia escucho voces que piden ayuda. Más cerca de mi, un bebé llora. Es un sollozar ahogado, tapado. Berrea intermitentemente y ese sonido prevalece, se sentía más doloroso. Quizá porque antes de la primera sacudida, había visto a muchos bebés en el cunero. Y en este momento, siento que este bebé es el llanto de todos los bebés del mundo.

El hospital estaba a reventar de papás primerizos haciendo muecas a través del vidrio. Ese detalle me sorprendió porque eran apenas las 7:00 de la mañana.

No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado desde que terminó el terremoto. Comenzó como todos los demás. Esta sensación de mareo repentino que tardas en asimilar, pero en esta ocasión todo se aceleró, se intensificó, se magnificó. Iba pasando a un lado del cunero y las ventanas reventaron. Las luces del techo parpadearon como asombradas también y se apagaron mientras una grieta enorme rajaba el techo de un extremo a otro.

Se abrió el suelo y todo se vino abajo. Trato de recordar qué había cerca de mí cuándo el temblor se tragó la luz, pero no consigo reproducir ese instante. Todo fue demasiado rápido. Sé que el edificio entero se ladeó. Es clara la sensación de que el área de los bebés se me vino encima, junto con las enfermeras, las sillas, el equipo médico, las paredes…

El niño sigue llorando. Siento impotencia, quisiera hacer algo, pero estoy atrapado del pecho hacia abajo. Mis manos están libres, pero las estiro y a tientas exploro mi alrededor y no puedo darle una forma con la mente, todo es tierra, pedazos de metal, concreto.

Algo me mojó las manos, las siento húmedas y a la mente me llega un río carmesí, espeso. Se acelera mi corazón. Me cuesta respirar y me angustia seguir escuchando a ese bebé gimiendo. Cada vez lo hace en intervalos más largos. ¿Estará muriéndose? Los gritos de ayuda se han estado apagando conforme pasa el tiempo. Yo no puedo gritar, la presión en mi pecho es inmensa y percibo que hay más escombros cerca de mi cabeza. Yo estaba en un décimo piso, sobre nosotros había 6 pisos más. Estoy en medio de todo el edificio.

¿Cómo estará mamá? Esto la sorprendió desayunando, estoy seguro. ¡Carajo! A las 8:00 de la mañana terminaba el turno. Debería estar sentado en el comedor, hablando con ella. Diciéndole que la noche fue tranquila, que a las 3:00 de la mañana, el Doctor Rosales trajo al mundo a unos gemelos hermosos que, en este momento, deben estar triturados entre cemento y tierra. ¡No quiero morirme así!

¡¿Se murió el bebé?! ¿Dónde, mierdas, está su lamento?

Tengo la garganta seca, está llena de tierra. Sólo necesito un trago de agua, algo que me limpie la boca, las encías. ¡Ahí está el bebé! Volvió a quejarse. Está exhausto. Lo sé porque yo me siento así. Esto que me aprisiona el pecho, tiene una grieta y mi mano cabe por ahí. Me puedo tocar la cadera y siento un fierro dentro de mis muslos. Maldita sea, los perforó a los dos, de un lado al otro. Toda esta presión debe estar deteniendo el sangrado. Quiero orinar. ¡Ahí está el agua que necesito! Al carajo, me voy a beber mis meados. No siento ningún sabor, solamente siento algo tibio que me moja la boca y me limpia la garganta.

Todo se está sacudiendo nuevamente. ¡Es insoportable el dolor en las piernas! El fierro que me punzó se está enterrando más y me está haciendo pedazos. Algo me golpea la cabeza y al mismo tiempo entra luz. Alcanzo a ver el cielo entre los escombros. Ya es de noche, ¿cuánto tiempo ha pasado? Sé que he dormitado a ratos, pero no tengo noción de la hora o de la fecha. El niño ya no se escucha. Lo aplastó algo en la segunda sacudida.

A la distancia escucho voces y veo rayas de luz que se acercan. Son linternas. Alguien viene y yo no tengo fuerzas ni siquiera para llorar.

-¡Aquí hay uno! Gritó una voz desde afuera y eso me hizo despertar del desmayo.

-¡Está vivo! Aclaró y una linterna me apuntó a la cara. No podía tener los ojos abiertos, me dolía ver.

Jesús, se llamaba el muchacho que se me acercó. Usaba un pañuelo rojo que le cubría la boca y la nariz. Estaba tiznado y bañado en sudor cuándo me dijo:

-Hermano, te voy a sacar de ahí. Aguanta.

Me volví a desmayar. Pero el ruido de las palas y de muchos hombres removiendo escombros me despertó. Le dije a Jesús que debajo de mí, había un bebé y que no sabía si estaba vivo o muerto. Todos corrieron, se acercaron y alumbraron con sus linternas. Solamente alcanzaba a verles las caras y adivinaba la escena por sus reacciones. Uno de ellos dijo que lo alcanzaba a ver, pero que estaba muy abajo. Tenían miedo de mover las piedras alrededor de mí, porque sentían que provocarían un derrumbe y matarían al niño.

-¿Hermano? Me dijo Jesús casi susurrando.

– Tengo que amputarte las piernas para que puedas salir de ahí amigo.

Empecé a llorar. Le pregunté si había otra forma y me dijo que sí, pero que podían matar al bebé debajo de mí.

-Córtame. Le contesté.

-Saca a ese bebé.

Jesús me dijo que me iba a dormir para que no sintiera el dolor y lo último que recuerdo fue la punta de esa aguja que me quitó de encima tanto sufrimiento.

Salvador, fue el nombre que los abuelos le pusieron a ese niño que estaba debajo de mí. Me visita de vez en cuándo y me dice tío desde hace años. La verdad es que sí lo siento como mi familia.  Creo que así como nosotros, muchas otras familias se han tenido que volver a crear y a juntar para tapar los pedazos que se llevó el terremoto. No quitó mucho, pero nos enseñó más. Al menos eso es lo que yo le digo a Salvador cuándo me pregunta la historia de cómo nació.

Tres Segundos


Desde este ángulo todo se ve tan tranquilo. Tan sereno. No recuerdo haber sentido tanta paz nunca antes en mi vida. La nieve se siente húmeda en mi espalda, pero es fresca, reconfortante, no me moja o me hiela.

Así, tendido en el suelo distingo con claridad esos pinos colosales, majestuosos que apenas se mecen con la brisa invernal. Pequeños cúmulos de hielo se amontonan en sus ramas y más copos caen del cielo abultándose lentamente sobre ellos.

Mis hijos, los pienso con mucha serenidad, los siento cerca de mí a pesar de la distancia. Están bien. No sé porque siento esta certeza pero los sé protegidos, seguros, contentos. Y una infinita nostalgia me los trae a la mente con una nitidez estremecedora, casi puedo tocarles las mejillas, olerlos, sentirlos.

Que profunda sensación de impavidez en medio de la naturaleza. Mis sentidos se han agudizado increíblemente, siento con claridad la minúscula diferencia de temperatura entre mi hombro izquierdo y el derecho, ambos postrados sobre la misma tierra llena de hielo. Mi respiración es acompasada, rítmica, sin prisa. Estoy totalmente consciente.

Inclino la mirada hacia el frente y, mirándome fijamente, está un pequeño estornino pinto con su plumaje pardo reflejando la luz del sol. Parece contagiado con toda esta atmósfera apacible. Mueve su cabeza inclinándola primero hacia un lado y después hacia el otro como inspeccionándome con más curiosidad que miedo.

No está alerta ni a la defensiva, solamente se acerca con pequeños saltos hacia mí y continúa su revisión. Su sola presencia me hace descubrir del trinar de otras aves en lo alto, allá en la copa de los pinos.

Solamente es hasta que se encuentra lo suficientemente cerca de mí, que detecto una mancha carmesí en la punta de su pico. Es entonces cuando lo veo seguir un rastro rojo que insistentemente pica y vuelve a picar, alternando esa tarea con su inspección hacia mi persona.

Giro la cabeza hacia mi derecha y descubro a 2 metros de distancia mis piernas cercenadas desde la cadera.

Cajas multicolores, moños verdes y rojos cubren mis viseras regadas en la nieve y un río rojo obscuro y espeso corre hacia el estornino quien curioso sigue picándolo y analizándome. Giro hacia la izquierda y a unos metros de distancia veo el sedán negro destrozado en un árbol, con el parabrisas roto y el motor humeando.

Ese sedán en el que hace apenas tres segundos conducía lleno de regalos y de entusiasmo para disfrutar la Navidad con mis hijos.

El Retador


Los puños le ardían. Lo dejaba todo en cada entrenamiento.

Aquel infierno era el paraíso comparado con la vida en casa. Pasaba horas enteras golpeando sacos, levantando pesas, escuchando los malditos alaridos de Romero, su entrenador desde hacía 6 años.

No importaba cuánto esfuerzo hiciera o cuánto empeño pusiera en cada sesión de trabajo, Romero le gritaba como si fuera un holgazán.

El box le había cambiado la vida como a miles antes que a él. Lo había sacado de las calles, lo había alejado del cemento y de la coca; de los pleitos con las pandillas del barrio vecino.

Pero a veces sentía que había salido de una caverna del infierno, para meterse a un caldero peor. Más abrasador más lacerante.

Sabía que era bueno, desde la infancia lo había comprobado, primero con miedo, después con orgullo y al final solamente por pedantería.

Aprendió a buscar pleitos y jamás le importaron los pretextos. Él solamente quería sentir a los oponentes doblegarse, arrepentirse, leerles el miedo en los ojos, vergüenza en sus narices rotas.

Sí, amaba ver sufrir al contrincante.

Una tarde mientras el cielo lloraba a cántaros, un tipo lo tomó de los hombros mientras cocía a puñetazos al lidercillo de una pandilla cercana. Su ropa era un río escarlata y cada gota de aquella sangre, era cómo una estrella más para su gabán. Ese que lo reconocía indiscutiblemente como el rey de la colonia.

En un solo movimiento, aquel viejo le arrancó la supremacía del barrio entero y lo regañó como a un niño. Así había conocido al viejo Romero.

-¿Quieres pelear imbécil? Romero le lanzó un baladro imponente en la cara.

-¡Hazlo bien! ¡¡Maldito vago de mierda!!

Romero era dueño de un pequeño gimnasio en dónde enseñaba el box que su padre le había enseñado, y su abuelo le había enseñado a su padre antes. No sabía hacer otra cosa y tenía una obsesión: redimir los desplantes de su hijo que años atrás se había rehusado a continuar entrenando con su él argumentando que necesitaba un entrenamiento más efectivo.

Romero lo maldijo y lo hecho de la casa y de su vida. Desde entonces había buscado una oportunidad para entrenar a un muchacho y sustituir con él todo lo que su hijo había despreciado.

Lo supo desde el fondo de sus entrañas aquella húmeda tarde cuándo vio a aquel vago golpeando sin piedad, sin técnica ni refinados movimientos a un muchacho que lo doblaba en estatura y corpulencia.

Desde ese instante supo que tenía en sus manos a un potencial campeón.

Lo entrenó como nunca lo había hecho con nadie. Se olvidó de la administración del gimnasio, de los demás alumnos y durante años se enfocó obsesivamente con aquel muchacho.

Empeñó las pocas posesiones que tenía para arreglarle al chico una pelea buscando el título amateur de la ciudad. La antesala a las grandes ligas del Box nacional.

Cuando Romero lo buscó para darle la noticia de la pelea que había conseguido, su mirada se torno obscura, diferente, su semblante era implacable.

Parecía que había conseguido una oportunidad para redimir toda su vida. El chico agradecía la oportunidad y pensó en todo lo que había pasado por semanas, por meses, por años antes de obtener una oportunidad así.

Pero lo desconcertaba el tono y el rostro de su entrenador.

Cómo parte de la estrategia de Romero antes del combate, decidió no decirle quién era el oponente.

-No importa el nombre vago, solamente importa ganar y entrar a la liga mayor.

Le repetía Romero sin cesar durante los seis meses previos a la pelea.

La noche del combate el muchacho de la calle reflexionó a solas acerca del vuelco que había dado su vida en los últimos años.

Sabía mucho más que antes, pero jamás perdió su hambre por ver sufrir a los oponentes y en esos momentos se recordaba constantemente acera de no perder ese espíritu, no importaba si era un hermano, un pandillero de la calle, un sparring o el campeón del mundo.

Él estaba decidido a pagarle a Romero toda la dedicación y esfuerzo que había puesto en él.

Al llegar al centro del cuadrilátero, presentaron a su oponente, simplemente como: “La Roca” y eso lo encendió más.

-Sí tú eres la Roca, esta noche mis puños son taladros hijo de puta.

Pensó con la adrenalina atragantándosele en la garganta. No podía esperar un segundo más.

Sonó la campana del primer round y el muchacho se lanzó contra la Roca como una fiera, dispuesto a todo. Decidido a vencer o a morir.

Lo recibió con contundentes jabs que no solamente le marcaban la distancia sino que le abrían la cara como tajadas con puñal. En segundos aquel amado río carmesí corrió por la cara de la Roca que en un instante ya estaba parcialmente ciego del ojo izquierdo debido a una herida que el muchacho le había hecho en la ceja.

Ese primer golpe fue como una advertencia. Como una sentencia para el contrincante.

Ganchos al cuerpo debilitaban a la Roca y le robaban el poco aire que podía respirar. Los rectos a la cara lo abrían y lo rayaban de rojo por todo el rostro.

El muchacho no pensaba en otra cosa, mientras el sudor y la grasa de la cara le salaban los ojos. Alcanzó a ver una pequeñísima brecha entre la guardia de la Roca y por ahí atestó uno tras otro quince golpes contundentes sin que el otro infeliz pudiera siquiera subir los brazos.

La cabeza de la Roca se balanceaba violenta de un lado al otro, ya inerte, sin control y al minuto y veinte segundos de iniciado el combate, se desplomó como muerto.

Ya en el suelo, la Roca seguía evadiendo golpes y disparando jabs hacia la nada.

Fuertes convulsiones lo empezaron a atacar y sus piernas temblaban involuntariamente.

El muchacho, todavía con adrenalina en el alma, le gritaba y lo insultaba incitándolo a seguir la carnicería.

El médico asignado a la pelea saltó al ring y en cuclillas examinó asustado a la Roca.

Sus pupilas dilatadas, la mirada perdida y los espasmos involuntarios en todo su cuerpo, indicaban una grave herida en la cabeza.

Sin pensarlo dos veces, declaró imposible que la Roca continuara el combate y de emergencia llamó una ambulancia para llevarlo de inmediato al hospital.

Fue necesario entubarlo en el ring side y asistirlo para que respirara.

El muchacho alzó los brazos lleno de euforia sabiendo que había vencido contundentemente y que Romero ahora sí lo respetaría.

Lo buscó con la mirada en su esquina y lo encontró ahí con el rostro desencajado y con lágrimas en los ojos, lamentando la inminente muerte de Martín Romero Jr. Alias “La Roca”.

Ese que alguna vez fue su hijo y lo despreció argumentando un futuro más promisorio lejos de él.