Incompleto


El aire es denso. Saturado de infinitas partículas de polvo finísimo. Cada una de ellas, tapa los poros de mi piel impidiéndome respirar. La noche se está apoderando de mi existencia y por más que abro los ojos, no alcanzo a ver absolutamente nada. Lamentos ajenos entran por mis oídos, parcialmente sordos, sin que pueda moverme un centímetro. Algo aprisiona mis piernas y mi pecho entorpeciendo, aun mas, la entrada del aire a mis pulmones. Después de un rato, hago consciencia de que mantengo en el rostro una mueca de dolor contenido. Me duele la cara, las mejillas han permanecido tensas una eternidad, y al relajarlas, las siento entumidas. Me guío por los sonidos y a la distancia escucho voces que piden ayuda. Más cerca de mi, un bebé llora. Es un sollozar ahogado, tapado. Berrea intermitentemente y ese sonido prevalece, se sentía más doloroso. Quizá porque antes de la primera sacudida, había visto a muchos bebés en el cunero. Y en este momento, siento que este bebé es el llanto de todos los bebés del mundo.

El hospital estaba a reventar de papás primerizos haciendo muecas a través del vidrio. Ese detalle me sorprendió porque eran apenas las 7:00 de la mañana.

No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado desde que terminó el terremoto. Comenzó como todos los demás. Esta sensación de mareo repentino que tardas en asimilar, pero en esta ocasión todo se aceleró, se intensificó, se magnificó. Iba pasando a un lado del cunero y las ventanas reventaron. Las luces del techo parpadearon como asombradas también y se apagaron mientras una grieta enorme rajaba el techo de un extremo a otro.

Se abrió el suelo y todo se vino abajo. Trato de recordar qué había cerca de mí cuándo el temblor se tragó la luz, pero no consigo reproducir ese instante. Todo fue demasiado rápido. Sé que el edificio entero se ladeó. Es clara la sensación de que el área de los bebés se me vino encima, junto con las enfermeras, las sillas, el equipo médico, las paredes…

El niño sigue llorando. Siento impotencia, quisiera hacer algo, pero estoy atrapado del pecho hacia abajo. Mis manos están libres, pero las estiro y a tientas exploro mi alrededor y no puedo darle una forma con la mente, todo es tierra, pedazos de metal, concreto.

Algo me mojó las manos, las siento húmedas y a la mente me llega un río carmesí, espeso. Se acelera mi corazón. Me cuesta respirar y me angustia seguir escuchando a ese bebé gimiendo. Cada vez lo hace en intervalos más largos. ¿Estará muriéndose? Los gritos de ayuda se han estado apagando conforme pasa el tiempo. Yo no puedo gritar, la presión en mi pecho es inmensa y percibo que hay más escombros cerca de mi cabeza. Yo estaba en un décimo piso, sobre nosotros había 6 pisos más. Estoy en medio de todo el edificio.

¿Cómo estará mamá? Esto la sorprendió desayunando, estoy seguro. ¡Carajo! A las 8:00 de la mañana terminaba el turno. Debería estar sentado en el comedor, hablando con ella. Diciéndole que la noche fue tranquila, que a las 3:00 de la mañana, el Doctor Rosales trajo al mundo a unos gemelos hermosos que, en este momento, deben estar triturados entre cemento y tierra. ¡No quiero morirme así!

¡¿Se murió el bebé?! ¿Dónde, mierdas, está su lamento?

Tengo la garganta seca, está llena de tierra. Sólo necesito un trago de agua, algo que me limpie la boca, las encías. ¡Ahí está el bebé! Volvió a quejarse. Está exhausto. Lo sé porque yo me siento así. Esto que me aprisiona el pecho, tiene una grieta y mi mano cabe por ahí. Me puedo tocar la cadera y siento un fierro dentro de mis muslos. Maldita sea, los perforó a los dos, de un lado al otro. Toda esta presión debe estar deteniendo el sangrado. Quiero orinar. ¡Ahí está el agua que necesito! Al carajo, me voy a beber mis meados. No siento ningún sabor, solamente siento algo tibio que me moja la boca y me limpia la garganta.

Todo se está sacudiendo nuevamente. ¡Es insoportable el dolor en las piernas! El fierro que me punzó se está enterrando más y me está haciendo pedazos. Algo me golpea la cabeza y al mismo tiempo entra luz. Alcanzo a ver el cielo entre los escombros. Ya es de noche, ¿cuánto tiempo ha pasado? Sé que he dormitado a ratos, pero no tengo noción de la hora o de la fecha. El niño ya no se escucha. Lo aplastó algo en la segunda sacudida.

A la distancia escucho voces y veo rayas de luz que se acercan. Son linternas. Alguien viene y yo no tengo fuerzas ni siquiera para llorar.

-¡Aquí hay uno! Gritó una voz desde afuera y eso me hizo despertar del desmayo.

-¡Está vivo! Aclaró y una linterna me apuntó a la cara. No podía tener los ojos abiertos, me dolía ver.

Jesús, se llamaba el muchacho que se me acercó. Usaba un pañuelo rojo que le cubría la boca y la nariz. Estaba tiznado y bañado en sudor cuándo me dijo:

-Hermano, te voy a sacar de ahí. Aguanta.

Me volví a desmayar. Pero el ruido de las palas y de muchos hombres removiendo escombros me despertó. Le dije a Jesús que debajo de mí, había un bebé y que no sabía si estaba vivo o muerto. Todos corrieron, se acercaron y alumbraron con sus linternas. Solamente alcanzaba a verles las caras y adivinaba la escena por sus reacciones. Uno de ellos dijo que lo alcanzaba a ver, pero que estaba muy abajo. Tenían miedo de mover las piedras alrededor de mí, porque sentían que provocarían un derrumbe y matarían al niño.

-¿Hermano? Me dijo Jesús casi susurrando.

– Tengo que amputarte las piernas para que puedas salir de ahí amigo.

Empecé a llorar. Le pregunté si había otra forma y me dijo que sí, pero que podían matar al bebé debajo de mí.

-Córtame. Le contesté.

-Saca a ese bebé.

Jesús me dijo que me iba a dormir para que no sintiera el dolor y lo último que recuerdo fue la punta de esa aguja que me quitó de encima tanto sufrimiento.

Salvador, fue el nombre que los abuelos le pusieron a ese niño que estaba debajo de mí. Me visita de vez en cuándo y me dice tío desde hace años. La verdad es que sí lo siento como mi familia.  Creo que así como nosotros, muchas otras familias se han tenido que volver a crear y a juntar para tapar los pedazos que se llevó el terremoto. No quitó mucho, pero nos enseñó más. Al menos eso es lo que yo le digo a Salvador cuándo me pregunta la historia de cómo nació.

Confidencias


secreto

Me mira directo a los ojos, se seca una lágrima, y suspirando profundamente me dice:

– Es una pena ver cómo has cambiado.

Furioso me mira y me reclama todos los sueños que creamos juntos cuando éramos casi unos niños y que yo maté; todos los anhelos que un día compartimos y que nos emocionaron, que nos ilusionaron; que nos hicieron pasar noches en vela y que yo después ignoré.

Me mira y sin poder controlar el temblor en los labios, me dice que ya no me reconoce, que quizá dejó de verme de tanto mirarme y que de tanto escucharme dejó de entenderme. Angustiado me cuestiona cómo me perdí, cuándo me convertí en eso que tanto odiaba, dónde aprendí a traicionar, mirando a los ojos.

Me mira llorando y dice, con un nudo en la garganta, que ahora sabe que nunca amé, ni me entregué y que siempre me engañé; que juntos habíamos creado las instrucciones para encontrar el amor perfecto y que yo jamás las seguí.

El reflejo en el espejo me mira directo a los ojos, se seca una lágrima, y suspirando profundamente me dice:

-Es una pena ver cómo has cambiado.

Tres Segundos


Desde este ángulo todo se ve tan tranquilo. Tan sereno. No recuerdo haber sentido tanta paz nunca antes en mi vida. La nieve se siente húmeda en mi espalda, pero es fresca, reconfortante, no me moja o me hiela.

Así, tendido en el suelo distingo con claridad esos pinos colosales, majestuosos que apenas se mecen con la brisa invernal. Pequeños cúmulos de hielo se amontonan en sus ramas y más copos caen del cielo abultándose lentamente sobre ellos.

Mis hijos, los pienso con mucha serenidad, los siento cerca de mí a pesar de la distancia. Están bien. No sé porque siento esta certeza pero los sé protegidos, seguros, contentos. Y una infinita nostalgia me los trae a la mente con una nitidez estremecedora, casi puedo tocarles las mejillas, olerlos, sentirlos.

Que profunda sensación de impavidez en medio de la naturaleza. Mis sentidos se han agudizado increíblemente, siento con claridad la minúscula diferencia de temperatura entre mi hombro izquierdo y el derecho, ambos postrados sobre la misma tierra llena de hielo. Mi respiración es acompasada, rítmica, sin prisa. Estoy totalmente consciente.

Inclino la mirada hacia el frente y, mirándome fijamente, está un pequeño estornino pinto con su plumaje pardo reflejando la luz del sol. Parece contagiado con toda esta atmósfera apacible. Mueve su cabeza inclinándola primero hacia un lado y después hacia el otro como inspeccionándome con más curiosidad que miedo.

No está alerta ni a la defensiva, solamente se acerca con pequeños saltos hacia mí y continúa su revisión. Su sola presencia me hace descubrir del trinar de otras aves en lo alto, allá en la copa de los pinos.

Solamente es hasta que se encuentra lo suficientemente cerca de mí, que detecto una mancha carmesí en la punta de su pico. Es entonces cuando lo veo seguir un rastro rojo que insistentemente pica y vuelve a picar, alternando esa tarea con su inspección hacia mi persona.

Giro la cabeza hacia mi derecha y descubro a 2 metros de distancia mis piernas cercenadas desde la cadera.

Cajas multicolores, moños verdes y rojos cubren mis viseras regadas en la nieve y un río rojo obscuro y espeso corre hacia el estornino quien curioso sigue picándolo y analizándome. Giro hacia la izquierda y a unos metros de distancia veo el sedán negro destrozado en un árbol, con el parabrisas roto y el motor humeando.

Ese sedán en el que hace apenas tres segundos conducía lleno de regalos y de entusiasmo para disfrutar la Navidad con mis hijos.

El Retador


Los puños le ardían. Lo dejaba todo en cada entrenamiento.

Aquel infierno era el paraíso comparado con la vida en casa. Pasaba horas enteras golpeando sacos, levantando pesas, escuchando los malditos alaridos de Romero, su entrenador desde hacía 6 años.

No importaba cuánto esfuerzo hiciera o cuánto empeño pusiera en cada sesión de trabajo, Romero le gritaba como si fuera un holgazán.

El box le había cambiado la vida como a miles antes que a él. Lo había sacado de las calles, lo había alejado del cemento y de la coca; de los pleitos con las pandillas del barrio vecino.

Pero a veces sentía que había salido de una caverna del infierno, para meterse a un caldero peor. Más abrasador más lacerante.

Sabía que era bueno, desde la infancia lo había comprobado, primero con miedo, después con orgullo y al final solamente por pedantería.

Aprendió a buscar pleitos y jamás le importaron los pretextos. Él solamente quería sentir a los oponentes doblegarse, arrepentirse, leerles el miedo en los ojos, vergüenza en sus narices rotas.

Sí, amaba ver sufrir al contrincante.

Una tarde mientras el cielo lloraba a cántaros, un tipo lo tomó de los hombros mientras cocía a puñetazos al lidercillo de una pandilla cercana. Su ropa era un río escarlata y cada gota de aquella sangre, era cómo una estrella más para su gabán. Ese que lo reconocía indiscutiblemente como el rey de la colonia.

En un solo movimiento, aquel viejo le arrancó la supremacía del barrio entero y lo regañó como a un niño. Así había conocido al viejo Romero.

-¿Quieres pelear imbécil? Romero le lanzó un baladro imponente en la cara.

-¡Hazlo bien! ¡¡Maldito vago de mierda!!

Romero era dueño de un pequeño gimnasio en dónde enseñaba el box que su padre le había enseñado, y su abuelo le había enseñado a su padre antes. No sabía hacer otra cosa y tenía una obsesión: redimir los desplantes de su hijo que años atrás se había rehusado a continuar entrenando con su él argumentando que necesitaba un entrenamiento más efectivo.

Romero lo maldijo y lo hecho de la casa y de su vida. Desde entonces había buscado una oportunidad para entrenar a un muchacho y sustituir con él todo lo que su hijo había despreciado.

Lo supo desde el fondo de sus entrañas aquella húmeda tarde cuándo vio a aquel vago golpeando sin piedad, sin técnica ni refinados movimientos a un muchacho que lo doblaba en estatura y corpulencia.

Desde ese instante supo que tenía en sus manos a un potencial campeón.

Lo entrenó como nunca lo había hecho con nadie. Se olvidó de la administración del gimnasio, de los demás alumnos y durante años se enfocó obsesivamente con aquel muchacho.

Empeñó las pocas posesiones que tenía para arreglarle al chico una pelea buscando el título amateur de la ciudad. La antesala a las grandes ligas del Box nacional.

Cuando Romero lo buscó para darle la noticia de la pelea que había conseguido, su mirada se torno obscura, diferente, su semblante era implacable.

Parecía que había conseguido una oportunidad para redimir toda su vida. El chico agradecía la oportunidad y pensó en todo lo que había pasado por semanas, por meses, por años antes de obtener una oportunidad así.

Pero lo desconcertaba el tono y el rostro de su entrenador.

Cómo parte de la estrategia de Romero antes del combate, decidió no decirle quién era el oponente.

-No importa el nombre vago, solamente importa ganar y entrar a la liga mayor.

Le repetía Romero sin cesar durante los seis meses previos a la pelea.

La noche del combate el muchacho de la calle reflexionó a solas acerca del vuelco que había dado su vida en los últimos años.

Sabía mucho más que antes, pero jamás perdió su hambre por ver sufrir a los oponentes y en esos momentos se recordaba constantemente acera de no perder ese espíritu, no importaba si era un hermano, un pandillero de la calle, un sparring o el campeón del mundo.

Él estaba decidido a pagarle a Romero toda la dedicación y esfuerzo que había puesto en él.

Al llegar al centro del cuadrilátero, presentaron a su oponente, simplemente como: “La Roca” y eso lo encendió más.

-Sí tú eres la Roca, esta noche mis puños son taladros hijo de puta.

Pensó con la adrenalina atragantándosele en la garganta. No podía esperar un segundo más.

Sonó la campana del primer round y el muchacho se lanzó contra la Roca como una fiera, dispuesto a todo. Decidido a vencer o a morir.

Lo recibió con contundentes jabs que no solamente le marcaban la distancia sino que le abrían la cara como tajadas con puñal. En segundos aquel amado río carmesí corrió por la cara de la Roca que en un instante ya estaba parcialmente ciego del ojo izquierdo debido a una herida que el muchacho le había hecho en la ceja.

Ese primer golpe fue como una advertencia. Como una sentencia para el contrincante.

Ganchos al cuerpo debilitaban a la Roca y le robaban el poco aire que podía respirar. Los rectos a la cara lo abrían y lo rayaban de rojo por todo el rostro.

El muchacho no pensaba en otra cosa, mientras el sudor y la grasa de la cara le salaban los ojos. Alcanzó a ver una pequeñísima brecha entre la guardia de la Roca y por ahí atestó uno tras otro quince golpes contundentes sin que el otro infeliz pudiera siquiera subir los brazos.

La cabeza de la Roca se balanceaba violenta de un lado al otro, ya inerte, sin control y al minuto y veinte segundos de iniciado el combate, se desplomó como muerto.

Ya en el suelo, la Roca seguía evadiendo golpes y disparando jabs hacia la nada.

Fuertes convulsiones lo empezaron a atacar y sus piernas temblaban involuntariamente.

El muchacho, todavía con adrenalina en el alma, le gritaba y lo insultaba incitándolo a seguir la carnicería.

El médico asignado a la pelea saltó al ring y en cuclillas examinó asustado a la Roca.

Sus pupilas dilatadas, la mirada perdida y los espasmos involuntarios en todo su cuerpo, indicaban una grave herida en la cabeza.

Sin pensarlo dos veces, declaró imposible que la Roca continuara el combate y de emergencia llamó una ambulancia para llevarlo de inmediato al hospital.

Fue necesario entubarlo en el ring side y asistirlo para que respirara.

El muchacho alzó los brazos lleno de euforia sabiendo que había vencido contundentemente y que Romero ahora sí lo respetaría.

Lo buscó con la mirada en su esquina y lo encontró ahí con el rostro desencajado y con lágrimas en los ojos, lamentando la inminente muerte de Martín Romero Jr. Alias “La Roca”.

Ese que alguna vez fue su hijo y lo despreció argumentando un futuro más promisorio lejos de él.

Desde la Nada


Desafortunadamente aquella granada no lo mató. A pesar de que se resguardaba en una trinchera, las esquirlas metálicas lo alcanzaron haciendo un daño diabólico en todo su cuerpo, penetrándole la cabeza, ignorando el casco, el cráneo y marcando para siempre su cerebro con lesiones que le robaron el habla, el oído y la vista. La descomunal fuerza que se generó a partir de la explosión, lo lanzó por los aires estampándolo contra un árbol a metro y medio de distancia, con la infame fortuna de partirle la médula espinal en tres partes inhabilitándolo para mover sus cuatro extremidades.

Una masa de tejido, inmóvil, oscura y silenciosa era lo que quedaba de aquel soldado sin nombre, que peleaba, como todos, una guerra ajena con intereses lejanos que ni siquiera alcanzaba a comprender. Lo daban por muerto cuándo algunos artilleros de su destacamento hacían el reconocimiento del área recién bombardeada e  involuntariamente, la masa giró lo que antes era su cabeza. Sólo así lo descubrieron y el verdadero infierno comenzó.

Postrado en una cama, incapaz de emitir o recibir algún sonido y perdido en la obscuridad de su mente despertó de su pesadilla, para encontrarse con otra peor. Seguía vivo y los médicos de su pelotón hacían hasta lo imposible por mantenerlo así.

No había manera de reconocer el sueño de la vigilia, no existían puntos de referencia externos, sonidos, luces, sombras, colores y le tomó días acostumbrarse a esa negra y muda cueva. Gritaba sin sonido, corría sin movimiento, deseaba escuchar, pero la realidad solamente le regresaba a la nada como respuesta.

En algún punto de esa existencia reconoció en sí mismo movimiento y descubrió que el impulso eléctrico que su cerebro mandaba para mover el cuello cargando la cabeza seguía intacto. Era capaz de hacer algo y comenzó a azotar la cabeza contra la almohada incesantemente.

En la entrada de su cuarto, tres médicos de rango militar medio discutían las probables estrategias que debían seguir para mantener a ese soldado con vida. Las horas pasaban y la conclusión era que tenían que enviarlo a un puesto más seguro, con otro tipo de apoyos clínicos para poder salvarle.

Varias horas pasaron, antes de que uno de los oficiales reparara en la rítmica y cadenciosa secuencia de azotes que el soldado se propinaba contra la cama de ese hospital.

-¡Está hablando! Gritó mientras lo contemplaba.

-¡Eso es Clave Morse! Agregó.

A partir de golpes cortos y largos con la cabeza en la almohada, el soldado sin nombre, plasmó un encargo en aquel cuarto, suplicando que avisaran a su madre que se iba de viaje a buscar la otra mitad de su alma, robada impunemente por una granada errática que había dejado inconclusa su misión en el campo de batalla.

Los Sauces Desnudos


Nunca imaginé lo intenso que puede ser el frío en las madrugadas.
Era muy temprano, cerca de las 5:00 a.m. cuando el viejo auto de mi amigo entró en aquella extraña calle. No había un solo carro estacionado y eso la hacía particularmente desolada; Un grueso camellón partía por el centro la callejuela y tanto ahí, como en las aceras de ambos lados, había una fila interminable de Sauces curiosamente frondosos para estar a finales de diciembre.
El auto finalmente se detuvo frente a una casa exactamente igual a las demás y él apagó el motor:
-Saca el paquete y ponlo ahí. Me dijo señalando una reja blanca enfrente de nosotros y alcanzándome las llaves del carro.
Cuando abrí la portezuela, él me tomó por el brazo y con la voz aun más leve me recomendó que no abriera totalmente la cajuela.
-Sólo hasta la mitad, no más y no hagas ruido.
Para ese momento, tanta recomendación me había puesto a la defensiva, bajé descpacio y con ansiedad eché un vistazo a la calle. Todo estaba tranquilo, no se escuchaba absolutamente nada; Aquel frondoso follaje se mecía suavemente con el helado aire de la madrugada y parado ahí, noté que la hilera de Sauces era interminable, estaban perfectamente formados en tres inmensas filas, una al centro y dos más, una a cada lado de la calle. Las largas ramas colgaban justo por encima de mi cabeza.
-Seguramente por esto me dio la recomendación de abrir la cajuela sólo hasta la mitad. Para no rayarla con las ramas. Pensé.
Metí la llave en la cerradura y cuando levanté el compartimento, éste se me escapó de las manos debido a la fuerte brisa que soplaba. Intenté detenerla, pero la cajuela golpeó el árbol que estaba justo encima del automóvil. Con la mirada acompañé el movimiento de la rama sacudiéndose y como si el tiempo se hubiera aletargado y los segundos duraran horas, descubrí un par de ojos amarillos que se encendieron como una antorcha a la mitad de ese vaivén, a esos ojos siguieron otros y en una escalofriante reacción en cadena, miles de miradas se posaron en mí. Instintivamente volteé al otro lado de la banqueta y vi como se desvanecía en segundos el abultado follaje de todos los Sauces de la calle. Nunca hubo una sola hoja en las ramas.
El frío de la madrugada se acentuó y el ambiente se llenó con el sonido de cientos de alas que se batían en el viento mientras una inmensa nube de murciélagos chillaba furiosa abalanzándose sobre mí.

Punto Blanco


A través de la ventana frontal de la nave, uno de los pilotos alcanzó a divisar un pequeño punto blanquecino que definitivamente no era una estrella. La mancha viajaba lentamente surcando el espacio y sólo cuando estuvo lo suficientemente cerca, pudo observar que se trataba de un cubo y que éste se encontraba cubierto por una gruesa capa de hielo sin ningún medio de propulsión, aparente. De inmediato notificó el descubrimiento al resto de la tripulación y ésta procedió a la captura de aquel extraño objeto.
Una vez dentro del vehículo espacial, el cubo fue objeto de innumerables pruebas, todos lo observaban con una profunda mezcla de curiosidad, temor y ansiedad, ¿De dónde venía?, ¿Qué contenía?, ¿Qué querían decir aquellos extraños trazos plasmados en la placa metálica que cubría su cara superior?
Cuando todos los experimentos le fueron aplicados, la tripulación de la nave concluyó que era un objeto totalmente inofensivo y procedió a abrirlo. Los temores y las esperanzas de todos a bordo se hicieron realidad al descubrir que en el interior del Cubo se encontraban los restos de dos pequeños seres, cada uno de ellos llevaba en el pecho una placa plateada con una impresión, aparentemente fotográfica, que mostraba una serie de estrellas y de constelaciones. Poco a poco el grupo de pilotos y demás miembros de la nave, empezaron a notar con cierta familiaridad que las estrellas de las placas metálicas eran exactamente las mismas que se veían desde casa pero que el mapa estaba invertido, de alguna manera la referencia de esas constelaciones se encontraba del lado opuesto al que ellos estaban acostumbrados a ver.
-No debe estar muy lejos de nosotros el hogar de estas criaturas. Atinó a decir uno con aire de notable alegría.
Los siguientes días los dedicaron a examinar el resto de los jeroglíficos que contenían las placas. La información que se iba obteniendo, se fue insertando en la computadora principal de la nave en busca de más respuestas. De alguna manera estaban convencidos que los incomprensibles trazos de las placas eran la referencia del origen del Cubo y de su invaluable carga.
-Quizá no nos toque a nosotros descifrar este mensaje- Dijo uno mientras el resto de la tripulación contemplaba azorada aquellos signos:

U.S.A. NEPTUNE IV,

May 15th , 2290

Absens Verbum


Apenas di vuelta en la esquina de la calle cuando lo vi. Se acercó directamente hacia mí, jamás lo dudó. Avanzó a paso firme y se me plantó de frente bloqueándome el camino.

Era un hombre de piel tostada, bajo de estatura y vestido pulcramente con unos pantalones de manta, una camisa a cuadros de color verde y un sombrero de paja. Unos huaraches de cuero le cubrían parcialmente los pies; callosos y agrietados que contrastaban con su ropa sencilla pero impecable. Usaba un bigote ralo que no le alcanzaba a cubrir el labio y su actitud era desesperada. Evidentemente no era un hombre de ciudad. Con ademanes me señalaba hacia atrás de él, abría los ojos pero no emitía un solo ruido. Reaccioné señalándome el pecho con el índice para asegurarme que se refería a mí, aunque era más que evidente por su postura; asintió con la cabeza, dio media vuelta y empezó a caminar a paso presuroso justo por donde apareció.

Lo seguí. No sé porqué, pero así lo hice.

No era un hombre joven, aunque tampoco era anciano y su constitución física más bien era delgada. A intervalos de tiempo frecuentes el hombre del sombrero volteaba a verme como asegurándose de que lo seguía y a los pocos metros le pregunté quién era, me respondió con una mirada vacía que acompañó con una mueca y aceleró el paso.

–Debe estar perdido en la ciudad. Pensé.

Pero después cambié de opinión al ver con que facilidad se desenvolvía en la calles. Avanzaba rápidamente y su manera de conducirse me daba a entender que sabía exactamente a dónde quería llegar.

Llegamos a una esquina más y ahí se detuvo completamente, yo lo observaba desde atrás y me acerqué hasta él sin quitarle los ojos de encima; me llamó la atención que su respiración no había cambiado, mientras yo jalaba aire. Distraído en esos pensamientos tardé un instante en percatarme que el hombre extendía su brazo derecho señalándome algo. Cuando seguí con los ojos el punto que mostraba, encontré a media calle un camión de pasajeros volteado y mucha gente alrededor; algunos intentaban romper las ventanas del autobús y la escena entera era un caos. Habían dos ambulancias, varias patrullas y asistidos por voluntarios, trataban de sacar a las personas heridas. El hombre del sombrero reinició su paso veloz hacia allá.

Caminé detrás de él y al llegar al punto exacto del accidente mis ojos brincaron en todas direcciones, hacia la gente, hacia los fierros retorcidos; trataba de ver a través de la ventana frontal del vehículo buscando gente en el interior seguramente empujado, como todos, por el morbo y la curiosidad.

El hombre que había estado siguiendo se sentó en cuclillas ahí en el pavimento y me señaló debajo de un automóvil que había sido alcanzado por el autobús. Al acercarme encontré a un paramédico que desesperado trataba de revivir a un hombre postrado en el suelo; era de piel tostada, bañado en sangre, que vestía un pantalón de manta y una camisa de cuadros verde. Inmediatamente lo reconocí y asombrado volteé hacia atrás para comprobarlo y ahí estaba él en cuclillas detrás de mi, intacto, pulcro, impávido. Levantó las cejas y nuevamente señaló hacia su cuerpo, pero en esta ocasión hizo un ademán con la mano indicándome que mirara debajo del coche.

Ahí estaba el cuerpo inmóvil de una niña y nadie había reparado en su presencia porque estaba oculta debajo del automóvil.

–¡Debajo del coche, ahí abajo!– Grité a los policías mientras yo mismo intentaba alcanzar ese cuerpo diminuto.

En un instante se acercó mucha gente y entre todos levantamos el carro para liberar a la niña.

Ella estaba inconsciente y con heridas menores en el cuerpo.

–¿Cómo la vio?– Me preguntó un paramédico cuando estaban revisándola.

–No la vi yo, me avisaron – Contesté, mientras buscaba entre la gente el alma de aquel hombre que fue a buscar mi ayuda a varias calles de distancia.

Bajo la Maleza


Al abrir la puerta de la salida, el viento golpeó con fuerza el rostro de Martín y lo hizo detenerse un momento; retomó el paso y a toda velocidad continuó su frenética carrera, necesitaba alejarse de esa casa, necesitaba alejarse de aquel hombre. De la mano llevaba a su madre y unos pasos más atrás venía su hermano. Todos sabían que no quedaba mucho tiempo antes de que él los alcanzara. Tenían que escapar.

La madre solamente llevaba consigo unas cartas y el más profundo deseo de desaparecer. A la mitad de la desenfrenada carrera, la desesperación y la angustia hicieron que las cartas se le soltaran y se regaran en el suelo obligándolos a detenerse.

Martín comenzó desesperadamente recogerlas pero la increíble fuerza del viento, arrojaba los papeles en todas direcciones; los tres corrían en medio de una ansiedad sofocante.

Cuando parecía que habían reunido todas las cartas, una de ellas, quizá la más importante de todas, se negaba a regresar y entre tumbos y volteretas se fue a meter a un agujero que se encontraba escondido en medio de la maleza de aquel interminable jardín.

Martín se arrodilló e intentó alcanzarla con el brazo, no lo podía creer, aquel hueco de tierra era más profundo de lo que aparentaba y a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas, sus dedos ni siquiera alcanzaban a rozar la carta. Se detuvo un instante y tomó la decisión de bajar por ella. En el momento en que se sentó a la orilla de aquella zanja escondida, su madre le tocó el hombro y con los ojos casi desorbitados le suplicó:

– ¡Olvídalo, ya no hay tiempo!-

Martín no contestó nada y empezó a deslizarse sentado, tratando de alcanzar el documento. Inmediatamente después de tocar el fondo con los pies, se inclinó, tomó la carta y se estiró para pasársela a su madre. Desde ahí abajo, alcanzaba a verla a ella, más atrás a su hermano y al fondo aquella casa de la que tanto deseaba escapar. El ambiente estaba cubierto por un color gris verdoso que presagiaba una fuerte tormenta y el viento no paraba de rugir.

Cuando se disponía a trepar por una de las paredes internas de aquel agujero, Martín observó a su hermano volteando en dirección a la casa y con la cara descompuesta lo escuchó gritar –

¡Vámonos, ya no hay tiempo, aquí viene!

Inesperadamente, la salida del agujero empezó a hacerse más y más pequeña, los gritos de angustia de su madre y de su hermano se empezaron a hacer distantes y un violento crujir  comenzó a llenar la atmósfera. Descubrió que la tierra se lo estaba tragando.

La luz empezó a desvanecerse y en cuestión de segundos se encontraba en total obscuridad. Sus pies, helados por la angustia, estaban bien plantados en el fondo. Con los hombros sentía los límites laterales del agujero y el aliento que salía de su boca, rebotaba a unos centímetros de su cara. Estaba atrapado. Sepultado vivo.

Martín empezó a llorar.

Cuando pensó que nada más podía empeorar la situación, nuevamente regresó aquel crujido endemoniado de rocas rozando con rocas y lentamente sus rodillas empezaron a doblarse, instantáneamente empezó a rozar con ellas la pared frontal de esta prisión y el espacio se redujo dramáticamente. El crujir se detuvo y Martín percibió un penetrante olor a tierra mojada que cubría aquella minúscula celda. El aire parecía hacerse más denso con cada latido de su corazón y el techo comenzó a crujir una vez más. Entre lágrimas, Martín sintió como una punzada en el alma y recordó que estaba dormido, que todo era un sueño; mentalmente empezó a recrear el momento en que se había acostado la noche anterior y sin pensarlo más, estiró un brazo y removió el techo que lo cubría. Ahí frente a él, estaba el techo de su propio dormitorio mezclado con la tierra y la maleza de la entrada al agujero; estiró el otro brazo, tomó con fuerza la orilla de su sueño y se impulsó hacia arriba hasta quedar sentado justo en la línea que dividía su pesadilla de la vigilia. Sentado, con las piernas colgadas hacia la realidad y flotando en medio de su habitación, echó un vistazo a sus espaldas y observó el agujero con la maleza, miró hacia abajo y se descubrió a sí mismo acostado en una cama sencilla apenas cubierto por una sábana. No lo pensó más y saltó hacia sí mismo intentando olvidar para siempre la pesadilla en la que se encontraba. Mientras iba cayendo, una brillante luz verdosa comenzó a llenar la habitación y lentamente regresaron los sonidos. Escuchó una voz de hombre que en tono

enérgico gritó: -¡Llévenselo!-. y nuevamente sintió que el alma le daba un vuelco. Empezó a entenderlo todo. Llegó hasta su propio cuerpo y por más intentos que hizo, no pudo entrar en él. De un sólo golpe se le atragantó la realidad y recordó aquella casa y su interminable jardín; recordó la habitación obscura y el viento azotando la ventana mientras él atravesaba, sin misericordia, la garganta de su amigo después de la traición; recordó a su madre suplicándole que se alejara de aquel lugar; recordó sus propias manos, llenas de esa sangre pegajosa que no se podía limpiar porque también llevaba culpa y recordó a su hermano ayudándolo a cavar en el jardín de aquella casa, el escondite del cuerpo. Recordó la más importante de todas las cartas, aquella en dónde él le explicaba a su madre cómo y cuándo iba a vengarse de aquel traidor, de aquel hombre que sin compasión le había robado a su mujer y le había roto el alma. También recordó todas y cada una de las palabras que su madre le había escrito en esas cartas mientras estuvo en prisión y finalmente, con un nudo en la garganta, Martín recordó el momento en que se recostó en aquella cama sencilla, cubierto apenas por una sábana, segundos antes de que empezara su propia ejecución.

Alfa y Omega


El recuerdo de la última vez que él y Beatriz habían estado felices, plenos, compenetrados el uno en el otro, dispuestos a escuchar y a ser escuchados, hoy parecía un sueño; una imagen tan distorsionada de la realidad, que se asemejaba a la copia, de la copia, de la copia de su existencia.

En los últimos tres años habían intentado terapias de pareja, terapias individuales, discusiones eternas al regresar del psicólogo, que siempre terminaban por abrir las viejas heridas que fingían sanar, pero que se pudrían más y más a cada segundo.

En un brevísimo lapsus de claridad, Ramón había caído en cuenta que el amor y la felicidad que tanto deseaba que le diera su mujer, empezaba por su disposición hacia ella; por la determinación y la constancia que él mismo tuviera para sanar sus propias heridas, para comenzar a reparar sus propios cimientos y no esperar que ella lo hiciera primero.

– La felicidad – reflexionaba Ramón – es una búsqueda individual, no depende de ella, depende de mí.

Se le colmó el alma con un nuevo motivo, con un claro en el camino sinuoso. Esta visión, estaba seguro, era la renovación de ese amor; tenía que ser un camino de dos vías, pero el trecho más importante era el de ida hacia ella. Ese primer tramo de camino y que tenía que allanarse, era una tarea que le correspondía a él.

Por un instante se olvidó de las diferencias y afanoso se concentró en las coincidencias de sus almas, de la vida que habían construido juntos con tanta energía e ilusión y que poco a poco se fue perdiendo en los pequeños detalles. En las nimiedades.

-Beatriz ama esas cajas de chocolates con una cereza en el centro – Se dijo a sí mismo con una sonrisa enorme en la cara.

Al llegar a casa esa tarde, decidió acompañar a la caja de chocolates con una rosa roja, fresca, húmeda.

Abrió la puerta y entró a hurtadillas con el corazón galopante, ansioso, listo para empezar de nuevo.

Al pasar por la mesita al lado de la escalera notó un llavero diferente, eran las llaves de un automóvil de lujo. El alma se le atoró en el pecho, un sudor frío le heló la piel y empezó a imaginar miles de cosas. Se encontraba en medio de dos fuerzas descomunales, una lo obligaba a subir las escaleras de la casa y buscar a Beatriz, la otra lo jalaba hacia la salida. Los latidos de su corazón le movían la camisa, la boca se le secó hasta agrietarse y la vida se le empezaba a ir con los pensamientos.

Uno por uno subió los escalones de la casa avispando el oído y detectando esos gemidos de Beatriz de placer, esos que él no le había arrancado en años.

Sin darse cuenta ahorcaba la caja de chocolates y se enterraba en la mano una espina de la rosa, hasta que un hilo de sangre le corrió hasta las mancuernillas. No sentía las piernas, avanzaba como flotando con la mente girando en todas direcciones, mientras los gemidos aumentaban en intensidad.

Abrió la puerta de su recámara y la encontró ahí desnuda, recostada en la cama, con las piernas abiertas mientras un nadie le lamía el sexo vehementemente. No lo escucharon entrar y él se quedó petrificado en la entrada, con la caja de chocolates aprisionada en la mano hasta blanquearle los nudillos. Avanzó pausado hasta el closet de la recámara y sacó el viejo revolver que guardaba ahí, específicamente para defender la estabilidad y la integridad de ese hogar. Al cerrar la puerta del closet, los amantes se percataron de su presencia y él solamente levantó el arma y los encañonó.

Desnudos y sin tener nada a la mano para ocultar su osadía, los dos se encimaron al tratar de hablar y de explicar lo inexplicable.

Conforme se iban arrebatando la palabra, el movía el arma apuntando a uno y a otro con la mirada perdida; con la sangre hirviéndole en las sienes. Su rostro no tenía expresión y sus oídos no registraban nada. Aquellas voces infames se detectaban como esa realidad de la que quería escapar; sonaban como la copia, de la copia, de la copia…

Una lágrima empezó a rodarle por la mejilla y, mientras amartillaba el arma, no quitaba los ojos de Beatriz.

La detonación de la pistola ensordeció la habitación mientras por el suelo reptaban los sesos y la sangre de Ramón bañando la caja, los chocolates y los pétalos de la rosa roja, húmeda y fresca.