El graduado


El Graduado

Mientras caminaba hacia el estrado las piernas le temblaban. No sentía los brazos. Luchaba contra el sollozo para contenerlo. El labio hinchado y un hilo de sangre recorriéndole la barbilla.  De inmediato los profesores, en la tarima, cambiaron su expresión al verlo.

El auditorio se llenó de aplausos mientras el director de la carrera le extendió el diploma y le tendió la mano:

–¿Estás bien Alonso?– le susurró el maestro al entregarle el documento.

–Todo bien– contestó el muchacho con la voz entrecortada

Ya era imposible contener las lágrimas que  se le escapaban sin control. Se formó al lado de sus compañeros de generación ocupando el lado izquierdo del estrado. Ellos también estaban desconcertados.

Alonso Mustieles buscaba con la mirada a su padre. Una vez que lo localizó, lo miró desafiante; respiró profundo y se paró más derecho; sacando el pecho y echando la cabeza hacia atrás como retándolo: “Aunque me mates. Ya no me voy a callar” pensó.

Había llegado el gran día. Alonso estaba nervioso, tenso. Se paseaba por la sala caminando en círculos. Ensimismado.

            –Mi amor, no es para tanto. Ya es tu graduación. Terminaste la carrera hijo– le decía con alegría su madre.

            –Es el viaje, ¿verdad?– recapacitó Doña Laura.

            –Sí, mamá. A la mejor es eso. No te preocupes– y forzó una sonrisa intentando tranquilizarla.

            –Yo creo que debes verlo como una gran oportunidad Alonso. Eres un hombre afortunado, ¿lo entiendes? Pocas personas pueden estudiar en el extranjero.

            Alonso se acercó a su madre y mientras la rodeaba con el brazo, le besó la frente. Con los labios todavía pegados a ella le contestó:

            –Mamá, te voy a extrañar mucho. Tienes razón. Es una excelente oportunidad.

Don Javier Mustieles bajó las escaleras apresurado:

            –¿Listos?– preguntó sonriendo.

            –¿Aprovechando los últimos momentos con mamitis, hijito? Yo no sé qué carajos vas a hacer en Estados Unidos sin las faldas de tu mamá para protegerte.

            Alonso se separó de su madre y se puso de pie como impulsado por resortes. Respiró profundo.

            –Vámonos. Mientras más rápido, mejor– dijo el muchacho.

            Don Javier rió mientras se ajustaba la corbata frente al espejo del comedor.

            –No habías pensado en eso ¿verdad, muchacho?– y sonrió.

            Alonso no contestó nada. Tomó el saco del respaldo de una silla y se adelantó a la salida.

            Ya en el auto, Alonso tuvo que escuchar por enésima vez la historia de la escuela militar de su padre:

            –Ahí si había que tener miedo. Te alineabas o te alineaban a punta de chingadazos. Estas escuelas a las que vas tu, Alonso, son de señoritas. Son para maricones.

            –Déjalo, Javier. Tus historias hartan, ¿sabes? No sé cuántas veces van que repites lo mismo– interrumpió Doña Laura.

            Alonso, mientras tanto, seguía perdido en su mente, repasando lo que venía. Animándose a continuar; a vencer el miedo. Las voces de sus padres se sofocaban entre tantos pensamientos.

            Finalmente llegaron a la universidad y mientras buscaban un lugar para estacionarse, Alonso sintió un arrepentimiento súbito:

            “No, no lo voy a hacer. No tiene sentido. Es la forma más absurda de ganarme problemas. De echarme a perder la vida. Definitivamente no va ha ser hoy”.

            Al bajar del auto, el muchacho sintió que las piernas no le respondían. Era como si toda la fuerza le hubiera abandonado.

            –¿Te sientes bien?–preguntó su madre.

            –Te digo que ya se está arrepintiendo de alejarse de su mami­­– agregó Don Javier, adelgazando la voz y haciendo un puchero que remató con una risa burlona.

            –¡Cállate, Javier! ¡Por una sola vez, cállate!

            Alonso aprovechó esa discusión y corrió al interior del auditorio.

            “Tienes que hacerlo hoy. No lo puedes postergar más”, pensó.

            Se sentó en una butaca a la mitad del auditorio y al poco tiempo lo alcanzaron sus padres. Él molesto. Ella mucho más.

            El joven intentaba darle orden a sus ideas. Quería decidirse definitivamente pero no podía. Siempre lo detenía algún recuerdo, el miedo, la incertidumbre.

Los minutos se escurrían como agua; el auditorio ya estaba lleno y él no lo había notado. La ceremonia de graduación había iniciado y Alonso, sentado en su lugar, seguía sin llegar. Corría por los laberintos de su mente; abriendo puertas y buscando señales que le dijeran qué era lo que tenía que hacer.

“Murillo, Joaquín”. Se escuchó en el auditorio y todos aplaudieron. Un joven se levantó de su asiento y camino sonriente hacia el escenario entre aplausos.

            –Soy homosexual, papá– dijo Alonso con un tono firme y lleno de miedo.

            Don Javier abrió la boca lentamente, mientras tenía la mirada clavada en el escenario y seguía aplaudiendo como distraído.

            –Sé que este no es el mejor momento para decirlo, pero cuando es…

            Una bofetada interrumpió a Alonso y lo hizo rebotar contra el respaldo.

            –¡Javier!– gritó la madre y su voz quedó sofocada por los vítores y los aplausos que llenaban el auditorio.

            –Papá– balbuceó Alonso, mientras se enderezaba en la butaca, cuando un puñetazo en la boca lo sorprendió; lo hizo cerrar los ojos y cubrirse la cara con los brazos.

            –¡Puto de mierda! ¡Eso es lo que has sido siempre soldado de cagada!– le gritó Don Javier mientras lo seguía golpeando en la nuca.

            “Mustieles, Alonso”. Retumbó el nombre en la cabeza del joven. Se enderezó presuroso y trató de ahogar el llanto. Mientras caminaba hacia el estrado las piernas le temblaban.

            Eran las cinco de la mañana, cuando Alonso regresó a casa. Llevaba casi diez horas bebiendo su situación y analizando el ron. A pesar de los golpes, se sentía liberado y más fuerte que nunca. Faltaba la convivencia de unos días más con su padre y después se iría de viaje por dos años, quizá más, antes de volver a verlo.

Cerró con cuidado la puerta de entrada y se quitó los zapatos antes de caminar hacia su recámara.

            –¡Javier!– gritó la madre y su voz quedó sofocada por los vítores y los aplausos que llenaban el auditorio. Don Javier giró para encarar a su esposa:

            –¿Qué chingados quieres? ¡Tú lo hiciste así, joto, afeminado, puto! Tú y tus pendejas manías de entenderlo, de apoyarlo, de darle libertad. ¡Ahí está tu pinche libertad! Mira que hizo con ella– decía el padre mientras señalaba a Alonso que iba bajando hacia el estrado.  –Está muerto, Laura. Este cabrón, para mí, está muerto.

            Doña Laura se acercó a su marido y con los dientes apretados le dijo al oído:

            –Te vas a arrepentir de esto Javier. Te juro que te vas a arrepentir– se levantó sin quitarle la mirada de encima y con la boca todavía apretada caminó hasta las escaleras del auditorio y salió del edificio.

            Don Javier se puso de pie y alcanzó a ver a Alonso que lo miraba desde el estrado como retándolo. Al igual que Alonso, él también echó para atrás los hombros, respiró profundo y le sostuvo la mirada aceptando el reto.

           Don Javier llegó a su casa y se encerró en su estudio. La rabia se le había subido a la cabeza y llevaba casi diez horas bebiendo la situación y analizando el whiskey. Desde la amenaza de Laura en el auditorio, no la había visto. No sabía si ya había llegado, y no tenía planeado subir a su habitación.

            Escuchó el sonido de la puerta principal abriéndose y sabía que Alonso, finalmente había llegado.

            “Esto es lo mejor para él. Nadie lo va a entender pero es lo mejor para él”

Empuñó la escuadra cuarenta y cinco y salió del estudio a su encuentro.

            Se lo encontró al pie de las escaleras y Alonso se petrificó al ver a su padre borracho y empuñando una pistola.

            –Supongo que piensas que te golpee porque no estoy de acuerdo con tus puterías, ¿no?– preguntó Don Javier arrastrando las palabras.

            Alonso no contestó nada. Solamente lo observó y los zapatos que cargaba se le resbalaron de las manos.

            –¿Tú crees que es por eso, Alonso?– insistió el padre.

            –Yo solamente quería decirte cómo soy. No es algo que yo haya decidido. Así he sido siempre. Quería decírtelo. Es todo. No espero que lo aceptes– dijo el muchacho con la voz temblorosa.

            –Ay, hijito– agregó burlón Don Javier –Eres puto, ciego y pendejo.

            El padre se acercó hasta su hijo y lo rodeó como inspeccionándolo; lo recorría con la mirada de pies a cabeza.

            –Te lo voy a decir una vez, Alonso, solamente una. Esta vida que estás escogiendo, ¿crees que te va a hacer feliz?– y Don Javier comenzaba a exaltarse.

            –¡No es así, soldado! Nunca es así. Te van a señalar, se van a burlar. Lo que te hice en al auditorio, no es nada comparado con lo que te espera allá afuera.

            –¡Tú no lo puedes saber papá!– interrumpió Alonso gritando también.

            –¡No lo voy a permitir una vez más, Alonso! No vas a pasar por todo eso– y el padre levantó el arma y cortó cartucho.

            Alonso sintió que las piernas se le doblaban.

            –¿Qué es lo que no va a pasar otra vez, papá? ¿Qué estás haciendo?– Alonso intentaba resguardarse detrás del saco que tenía en las manos.

            –Nadie va a burlarse de un Mustieles otra vez. Nunca más. ¡Yo soy como tu, Alonso! Y me golpearon, abusaron. No lo voy a permitir otra vez–– Don Javier levantó el arma y encañonó a Alonso. El muchacho gritó con horror y cayó de rodillas suplicando que lo dejara ir.

            Don Javier también lloraba.

            –Créeme, Alonso te estoy ahorrando mucho sufrimiento…

            La detonación iluminó, por una fracción de segundo, el cubo de la escalera y Alonso gritó hasta que se percató que el cuerpo de su padre estaba en el suelo y el arma, aprisionada en su mano, no se había disparado.

            Un paso en la escalera rompió ese breve silencio y Alonso encontró a su madre empuñando un arma y sollozando. Alonso corrió hasta ella y la abrazó.

            –Le dije que se iba a arrepentir de esta, hijo. Se lo juré.

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La doncella detrás de la cruz.


Imagen Con la tarde se habían cansado ya los dos o tres colores del campo y los hombres iluminaron la senda con antorchas. Todos en silencio y dejando una prudente  distancia con respecto al excelentísimo Diego de Deza, Inquisidor General de Castilla y León; quien apenas una año atrás, en 1499, había extendido su jurisdicción a los territorios de la Corona de Aragón. Muchos reconocían en Diego de Deza la misma sangre fría y crueldad que su predecesor, Tomás de Torquemada. No había excepciones para el jefe supremo del Santo Oficio. La clemencia era insólita en él. Esa noche el turno era para Catalina Maldonado, una joven campesina señalada por el mismísimo inquisidor, como bruja y amante de satanás. La estaca y el verdugo estaban listos. Cuando Diego de Deza llegó al lugar de la ejecución. La gente ya estaba reunida y murmuraban de lo extraño de ese procedimiento. Se estaban omitiendo o acelerando distintos pasos del proceso tradicional de pena capital. No había testigos además del excelentísimo Inquisidor General. No se había encerrado a la sospechosa, ni se había hecho un juicio, como era la costumbre. Ni siquiera se le había ofrecido la oportunidad del perdón a cambio de una confesión. Todo había sido muy atípico y presuroso. Diego de Deza se acercó hasta Catalina y le susurró: ––Dios perdona a los que muestran arrepentimiento–– y mantuvo firme la mirada en la joven. Ella empezó una mueca que prometía ser una sonrisa de alivio cuando el inquisidor la interrumpió: ––Pero yo no soy Dios–– y enérgico ordenó que vaciaran el barril de alquitrán sobre Catalina Maldonado.              Esa mañana el Inquisidor había sentido un fuerte impulso para viajar hacia el norte. Sentía que una visita a la comarca de Jacetania le vendría bien y aprovecharía el viaje a caballo para meditar ese interés que lo mantenía en vilo: ampliar los poderes y la jurisdicción del Santo Oficio a todos los territorios dependientes de la monarquía española: “Hasta Sicilia” reflexionó. ––Su excelencia, esta es la villa de Borau– interrumpió uno de los auxiliares laicos de Diego de Deza. Todos bajaron de sus monturas y empezaron el recorrido a pie por la pequeña villa. Conforme la gente los veía acercarse se iban santiguando e inclinando la cabeza. Había artesanos trabajando el barro a las afueras de sus casas; niños que acarreaban cestos con granos y frutas. La mirada severa de Diego de Deza se paseaba inquieta de un lado al otro hasta que se cruzó con la de una joven de cabello negro y ensortijado que enmarcaba unos ojos enormes; un par de aceitunas que parecían brillar con luz propia. El inquisidor avanzó a paso firme directamente hasta la muchacha que en ningún momento apartó la mirada. ––Jamás vi que te persignarás–– le dijo Diego de Deza en tono seco. ––Lo hice apenas lo vi, su excelencia. Quizá en ese momento no me estaba viendo usted a mi. De Deza se quedó hipnotizado con la mirada profunda de la joven; sentía que podía ver el fondo de su alma a través de esas dos hermosas ventanas verdes. ––¿Cómo te llamas, mujer?–– preguntó más relajado el clérigo. ––Catalina, su excelencia, Catalina Maldonado–– y la muchacha sonrió terminando de fascinar a Diego de Deza. ––¿Qué hacías antes de que llegara, Catalina? ––Lavaba ropa, señor. La ropa de mis hermanas. El inquisidor revisaba con la mirada a Catalina y se detenía arrebatado en sus pechos perfectos. Toda su silueta era un deleite, su cintura, sus piernas firmes y torneadas. ––Me gustaría conocer tu casa y saber cómo vives, Catalina. La muchacha sonrió nuevamente y le contestó con una breve reverencia. ––Será un honor, su excelencia–– tomó la ropa todavía mojada y avanzó por las pequeñas calles de la villa de Borau. El séquito de auxiliares laicos y sacerdotes que acompañaban a Diego de Deza caminaron detrás de él confusos y haciéndose preguntas entre dientes. El inquisidor no perdía detalle de la figura de Catalina. La seguía totalmente abstraído. Un repentina ráfaga de calor le empezó a subir desde la punta de los pies hasta la cabeza, sorteando toda clase de advertencias y avisos que se encontraba en su camino. Era el cuerpo mismo de su juramento ante Dios que ahora lo molestaba importunándolo frente a la más magnifica tentación que jamás había visto. Una que ni siquiera habría podido imaginar. Llegaron hasta la casa de Catalina Maldonado y la comitiva se detuvo a unos metros de la entrada principal. Diego de Deza miró a toda la comparsa y levantó la mano derecha: ––Esperen aquí–– les ordenó. Pasó una hora completa antes de que la puerta de madera se abriera y el inquisidor saliera de la casucha. Catalina se quedó en el umbral y con una sonrisa despidió a Diego de Deza. ––Que tenga buen camino, su excelencia––gritó la muchacha a lo lejos. El inquisidor la escuchó, pero no detuvo el paso ni intentó voltear: “Esta es una tarde que durará vívida como un sueño entre todas las tardes” Se dijo. Al llegar a Castilla y León, el inquisidor se refugió en sus habitaciones y ordenó que no se le molestara. Toda la noche y gran parte del día siguiente repasó una y otra vez cada segundo y cada centímetro de la experiencia que acababa de vivir. Las imágenes se revolvían en su mente; los ojos de Catalina, los herejes ardiendo en las hogueras; su deber como la mano de hierro de Dios; su deber como hombre imperfecto, débil, proclive al pecado, a la carne, a otro amor que no era el de Dios, pero que parecía más intenso. Más real: ––Ya casi no soy nadie–– se decía –– soy tan sólo ese anhelo que se pierde en la tarde. En ti, Catalina, está la delicia y el goce de la vida como está la justicia y la verdad en el fuego de la hoguera–– se decía sollozando. Forzaba la memoria para recordar lo que había sucedido en la casa de Catalina Maldonado, pero algo le bloqueaba el pensamiento; lo atoraba ahí frente a la entrada de la casucha y no podía recordar nada concreto. El siguiente recuerdo coherente y claro que le venía a la cabeza era de él montado a caballo de regreso a Castilla sin poder apartar de sus pensamientos la boca y los senos de Catalina. Reexaminaba su situación cuando de súbito encontró la respuesta: ––¡Es una bruja!–– gritó. ––Catalina Maldonado, has tentado con tu carne a la mano de Dios. Yo, Diego de Deza, Inquisidor General de la Santa Inquisición, te persigo, te juzgo y te condeno. Salió de sus aposentos, a media tarde, y ordenó a su séquito que se adelantara a la villa de Borau y apresaran a Catalina Maldonado por ser bruja y amante de satanás. ––¡Quiero que todo esté listo para su ejecución en cuanto yo llegue!––gritó. El alquitrán escurría por el cuerpo de Catalina cuando empezó a hablar para si misma algo incomprensible. Diego de Deza estaba a punto de dar la orden de encender las ramas que cubrían hasta la cintura a la mujer cuando se acercó nuevamente a ella: ––Eres definitiva como el mármol, Catalina, tu ausencia entristecerá otras tardes. Todas las tardes. Diego de Deza bajó la mano y el verdugo encendió el ramaje. De inmediato corrieron las llamas y abrazaron a la mujer. Un chirrido empezó a llenar los oídos de los presentes y el inconfundible olor a carne quemada los cercó a todos. El humo se levantó junto con grandes lenguas de fuego, pero no se escuchaban los gritos de Catalina. ––Perdóname, Señor por lo que acabo de hacer––se dijo con un susurro el inquisidor.

Los Sauces Desnudos


Nunca imaginé lo intenso que puede ser el frío en las madrugadas.
Era muy temprano, cerca de las 5:00 a.m. cuando el viejo auto de mi amigo entró en aquella extraña calle. No había un solo carro estacionado y eso la hacía particularmente desolada; Un grueso camellón partía por el centro la callejuela y tanto ahí, como en las aceras de ambos lados, había una fila interminable de Sauces curiosamente frondosos para estar a finales de diciembre.
El auto finalmente se detuvo frente a una casa exactamente igual a las demás y él apagó el motor:
-Saca el paquete y ponlo ahí. Me dijo señalando una reja blanca enfrente de nosotros y alcanzándome las llaves del carro.
Cuando abrí la portezuela, él me tomó por el brazo y con la voz aun más leve me recomendó que no abriera totalmente la cajuela.
-Sólo hasta la mitad, no más y no hagas ruido.
Para ese momento, tanta recomendación me había puesto a la defensiva, bajé descpacio y con ansiedad eché un vistazo a la calle. Todo estaba tranquilo, no se escuchaba absolutamente nada; Aquel frondoso follaje se mecía suavemente con el helado aire de la madrugada y parado ahí, noté que la hilera de Sauces era interminable, estaban perfectamente formados en tres inmensas filas, una al centro y dos más, una a cada lado de la calle. Las largas ramas colgaban justo por encima de mi cabeza.
-Seguramente por esto me dio la recomendación de abrir la cajuela sólo hasta la mitad. Para no rayarla con las ramas. Pensé.
Metí la llave en la cerradura y cuando levanté el compartimento, éste se me escapó de las manos debido a la fuerte brisa que soplaba. Intenté detenerla, pero la cajuela golpeó el árbol que estaba justo encima del automóvil. Con la mirada acompañé el movimiento de la rama sacudiéndose y como si el tiempo se hubiera aletargado y los segundos duraran horas, descubrí un par de ojos amarillos que se encendieron como una antorcha a la mitad de ese vaivén, a esos ojos siguieron otros y en una escalofriante reacción en cadena, miles de miradas se posaron en mí. Instintivamente volteé al otro lado de la banqueta y vi como se desvanecía en segundos el abultado follaje de todos los Sauces de la calle. Nunca hubo una sola hoja en las ramas.
El frío de la madrugada se acentuó y el ambiente se llenó con el sonido de cientos de alas que se batían en el viento mientras una inmensa nube de murciélagos chillaba furiosa abalanzándose sobre mí.

Viceversa


-Positivo. Dijo uno de los ingenieros en la cabina de grabación.

Y se hizo un silencio denso en el ambiente. Una mezcla de ansiedad, de nerviosismo, de euforia contenida.

-Chécalo una vez más. Contestó el Dr. Coté. Tenemos que estar seguros al 100%.

El ingeniero sonrió y con la voz emocionada le contestó por el intercomunicador que lo había revisado veinte veces contando el último resultado.

-No hay la menor duda. Es positivo.

La alegría contenida en la cabina estalló al unísono, todos se abrazaban, algunos tenían lágrimas de regocijo en las mejillas.

Habían dado con un descubrimiento científico que inscribiría sus nombres en los libros de historia. Todo los hombres del planeta se entenderían distinto a partir de ese instante.

Querían llamar a los medios de comunicación, a la prensa, con el presidente. Querían que el mundo entero lo supiera.

Casi como un accidente, el Dr. Isaac Coté había hecho un hallazgo fantástico con una simple grabadora de mano. Con el mismo equipo, que los periodistas comunes grababan las conferencias de prensa o los discursos de los políticos.

Curiosamente había sido la grabación de un discurso político lo que había dado pie al descubrimiento.

Después de treinta minutos de grabar a uno de sus mejores amigos dando una conferencia agradeciendo el nuevo cargo público que ostentaba en la ciudad, intentó revisar lo que llevaba grabado hasta ese instante y accidentalmente pulsó el botón de reversa en la grabadora. Atónito encontró un mensaje compuesto de oraciones cortas y precisas que hacían alusión al  discurso del político pero con significados diferentes, con referencias casi opuestas y contradictorias a las que había dicho su amigo.

En su última intervención, el político dijo: “por el bien de todos” pero esa misma frase en reversa decía “Ahora es mi turno”.

Al principio pensó que era una fortuita coincidencia. Una casualidad, una increíble jugada del azar.

Pero desde ese momento y durante los siguientes cinco años, se dedicó a grabar a cuánta persona podía y a revisar minuciosamente todas esas cintas.

Apenas dos años después de su hallazgo, su amigo, el político que inconscientemente facilitó toda esta aventura, era destituido de su cargo por encontrársele culpable de enriquecimiento ilícito.

La frase de su discurso en reversa: “Ahora es mi turno”, retumbaba y cobraba una fuerza descomunal en la cabeza del Dr. Coté.

El escrutinio era titánico. Tuvo que echar mano de los mejores investigadores en diferentes áreas de la ciencia: Semiólogos, Ingenieros de Audio, Psicólogos, Comunicólogos, Analistas de Voz…

Cada uno de ellos sumó al proyecto, desmenuzando aquel misterioso hallazgo.

Las conclusiones parciales de aquella aventura científica, apuntaron claramente hacia lo impensable: la complejidad del cerebro humano, se las había arreglado para emitir dos mensajes cada vez que alguien decía algo.

La comunicación humana era bidimensional.

La voz consciente lo hacía hacia adelante usando el lenguaje y las palabras. La voz inconsciente lo hacía en reversa usando los sonidos, la fonética, las inflexiones de la voz, las pausas, los acentos, la velocidad con la que se generaban los mensajes.

Esa era la razón por la que todos hablamos a ritmos distintos y en determinados momentos hacemos inflexiones de voz, aparentemente, azarosas, casuales.

Ninguna casualidad, el azar no jugaba en este fenómeno.

Durante años lo probaron con pláticas casuales, con discursos de artistas, de políticos, de figuras públicas.

Incluso la gente común, generaba estos dobles mensajes todo el tiempo. Era la voz del alma, hablando sin censura, sin ataduras, sin las cadenas del deber ser, sin guardar apariencias sociales.

Los discursos en reversa, era la esencia misma del ser humano hablando, implorando, decretando, diciendo la verdad de lo que sentía y pensaba directamente desde su voz más profunda.

Mientras el grupo brindaba por la confirmación final del descubrimiento y ultimaban los detalles para dar a conocer al mundo la noticia, el ingeniero que había hecho las confirmaciones finales se refirió a todo el equipo diciendo:

-Señores lo hemos logrado. Y alzó su taza con café en señal de brindis.

El Dr. Coté sonrió con una mueca forzada y agregó:

-Ha sido un verdadero trabajo en equipo. Felicidades a todos.

Pasaron 12 horas, antes de que el ingeniero de audio descubriera que el equipo de grabación se había quedado encendido durante todo el acto y los discursos. Con morbosidad revisó la cinta entera y se detuvo en el mensaje de felicitación que el Dr. Isaac Coté les había dirigido. Lo corrió en reversa y claramente escuchó:

-Este descubrimiento es solamente mío, bastardos de mierda.

Ruleta


Llamé a mi hermano Juan para matarme frente a él. Juan sabe perfectamente por qué. Nunca he entendido cómo es que lo quiero tanto. Somos tan distintos. A él le gusta hablar, yo prefiero los puños; a él le gustan los ángeles, yo siento más atracción por los demonios.

Lo cité a las once treinta de la noche en mi casa, había preparado todo y cuando se lo platiqué, se rió, me dijo que nunca acabaría de madurar. De alguna manera yo ya esperaba esa reacción.

Suena el timbre, debe ser Juan; son las once con ocho minutos de la noche. Abro la puerta y después de saludarnos efusivamente me comenta, con esa sonrisa irónica tan suya, que está listo para verme desaparecer. Que no puede esperar más.

––¿De verdad creías que me iba a ir sin arreglar nuestro asunto?–– le dije en el tono más frío que pude encontrar.

Lo invito al desayunador y lo siento frente a mí; del cajón de los cuchillos saco la pistola que me vendió el Negro y la pongo en la mesa envuelta en un paño rojo. Juan cambia la cara al ver el arma y se acomoda lentamente en su silla.

Saco el revólver, descubro el barril donde van las balas y meto una; hago girar la cámara con fuerza y, al azar, elijo un momento para cerrarla. Me siento en la mesa, justo frente a Juan y me pongo la boca del cañón en la sien. Él está blanco y con la boca abierta. Trata de decirme algo, pero solamente consigue sacar de la garganta un quejido incomprensible. Toma con las manos la orilla de la silla hasta que los nudillos se le blanquean. Comienza a encogerse en el asiento, aprieta las piernas y alcanzo a ver en su frente una gota de sudor.

––Adiós–– le digo y aprieto el gatillo.

Escucho el sonido metálico del percutor golpeando una recámara vacía de la pistola.  Juan grita y eso lo hace reaccionar pero sigue sin mover un músculo. Está petrificado en la silla. Me dice, con la voz quebrándosele, que no tengo porque hacer estupideces y  me pide que baje la pistola. Ignoro sus palabras y vuelvo a abrir el barril del arma, repito el giro y aprieto el gatillo. Obtengo el mismo sonido. La bala se vuelve a esconder. Siento rabia porque ya fallé dos veces y las manos me empiezan a temblar; vuelvo a apretar el gatillo, ahora sin girar el barril y la maldita bala sigue escondida. Juan sigue como congelado y me suplica que me detenga. Tiene los ojos llenos de lágrimas y desde aquí sentado, lo veo como cuando éramos niños y él quería evitar que peleara contra algún extraño. Juan sabe que estoy empezando a cobrarle todas las cosas que me ha hecho, pero en especial, todas las que pudo hacer y jamás hizo.

Se me sale la desilusión en un grito furioso y azoto la pistola en la mesa.
Al final se escucha la detonación que tanto esperaba, pero la bala equivoca el camino y se va a incrustar en el pecho de Juan. El impacto lo avienta hacia atrás y se golpea la cabeza con la estufa.

Ahora soy yo el que no puede cerrar la boca, el que tiene lágrimas en los ojos, el que suplica que se detenga y que no haga estupideces. Pero, como siempre, Juan nunca hace lo que se espera de él.

Traté de arreglar su tumba como a él le hubiera gustado verla. Hice colocar un enorme ángel de piedra en su lápida que tiene un brazo extendido señalando hacia el oeste. Hacia donde se duerme el sol.
Tardé un rato en darme cuenta que aquel ángel apunta en dirección a mi celda.
Es como si Juan señalara, desde la tumba, a su asesino.

Paciencia



La explosión había ocurrido a cientos de kilómetros, y a la distancia, el cielo comenzó a iluminarse más allá de lo que jamás había soñado. Un viento poderoso se desató en medio de un ensordecedor silencio y todo voló por los aires: autos, árboles, gente, sueños…
La tierra se partió y enormes gajos de concreto empezaron a ser deglutidos por el suelo. No quedó piedra sobre piedra.

Empecé a rodar a través de una de esas grietas y cuando me detuve, había quedado boca arriba. Instintivamente decidí no moverme y esperé a que terminara de pasar aquella ráfaga incandescente que todo lo quemaba. Una vocecilla interior empezó a dictarme las instrucciones para mi supervivencia; cerré los ojos y me dejé llevar. Todo mi interior empezó a funcionar más lento, nada tenía prisa y mi vida empezó a dosificarse. No escuchaba gritos de ayuda porque allá arriba ya nadie la necesitaba y pensé en mis hermanas. Algo dentro de mí me decía que en aquellos instantes ellas también estarían luchando por salir adelante y sobrevivir.

El terreno estaba caliente y sentía la grava ardiendo en mi espalda, ni siquiera eso iba a hacer que me moviera. La luz se agotó y una nube blanquecina empezó a cubrir el cielo, la temperatura bajó dramáticamente y al principio sentí alivio por puro contraste, por variar la situación, pero pronto esa medicina empezó a enfermar también. Con el paso de los días, el sol se convirtió en un reflejo verdoso a través de las nubes de polvo y terminó por ser una mera referencia de tiempo que no daba ni quitaba nada. El esfuerzo interior por seguir el nuevo ritmo de mi vida me absorbió al grado de no moverme un sólo centímetro para ahorrar toda la energía posible. No quería comer, no quería dormir, solamente quería mantener a mi cuerpo viviendo. Con frecuencia la tierra se cimbraba sacudiéndose afiebrada de esa enfermedad que la estaba matando y fue en una de esas convulsiones que una nueva grieta se abrió y volví a rodar hasta quedar boca abajo. Levanté la cabeza y a toda velocidad empecé a correr; el paisaje era irreconocible así que cualquier camino que eligiera era el correcto; decidí seguir en línea recta y atrás de un montículo de fierros retorcidos las vi, cientos quizá miles de hermanas que corrían hacia el sur buscando alimento. Extendí las alas y volé directamente hacia ellas sabiendo que tarde o temprano, millones de antenas juntas buscando el camino correcto, acabarían por darnos de comer a todas.

Primero la Nota



Cuándo empecé a trabajar como periodista gráfico, le pregunté a mi jefe de redacción cuál era el secreto para obtener las mejores imágenes, para apropiarme de las fotos más impactantes, esas que se quedan adheridas en el alma y que, aunque pasen los años, jamás se olvidan. Él me respondió que todos los fotógrafos de prensa estamos rodeados, todo el tiempo, de esas imágenes pero que muy pocos tenemos las agallas para resistir hasta el final, para mordernos la lengua y tragarnos las emociones ante esas imágenes.

-Primero la nota. Concluyó atravesándome con la mirada. –Siempre es primero la nota y después las emociones- me repitió.

Desde aquel entonces, cada vez que empuño la cámara fotográfica, esas palabras se me agolpan en la cabeza, en la memoria y siento un cosquilleo en el pecho; sé que es el valor que me reta y me pregunta si, en esta nueva ocasión, aguantaré más que los demás y llegaré hasta el final.

Esta mañana sentí el cosquilleo en el pecho desde que vi el accidente de tráfico y las llamas alejaban a la gente. Acababa de ocurrir porque no había ambulancias o patrullas, las llantas del automóvil seguían girando y alcancé a escuchar los gritos de un hombre desde el interior del carro. Saqué la cámara y descubrí el lente, la empuñé con firmeza y al levantar la mirada hacia el accidente, el hombre del auto ya había logrado abrir la portezuela, estaba encendido desde los tobillos hasta la cabeza y sus gritos eran desgarradores. A quince metros de distancia, alcanzaba a respirar el amargo olor de sus cabellos carbonizados; corrió hacia mí golpeándose con los brazos el cuerpo y chillando como si fuera un animal de rastro a la mitad de su ejecución; yo disparé una tras otra veinte fotografías hasta que se acabó el rollo y tomé la otra cámara. Apenas estaba sujetándola cuando el hombre en llamas se tiró al suelo hasta quedar a unos metros de mí. Alcancé a escuchar a lo lejos unos gritos de mujer pidiendo ayuda y en fracciones de segundo la calle se llenó de peatones que trataban de apagar el fuego de aquel hombre mientras yo seguía tragando desesperadamente mis emociones y repitiéndome que primero era la nota.

En el Umbral



Desde aquella primera sacudida, él empezó a buscar la salida. Se sujetó con fuerza a la cuerda que lo había mantenido vivo desde que alcanzaba a recordar y comenzó a arrastrarse a través de aquel pasadizo. No entendía ni cómo ni cuándo había llegado a ese lugar pero la humedad de aquel túnel, que antes ni siquiera notaba, ahora se hacia sofocante, pegajosa y le costaba trabajo respirar.
Cuando finalmente vio la desembocadura, sintió miedo, sabía que no podía quedarse ahí más tiempo pero la sola idea de cruzar al otro lado le helaba la sangre.
Los sonidos detrás del pasadizo se incrementaron, escuchó gritos desgarradores y una luz blanca e intensa lo obligó a mantener los ojos cerrados.
Ahí, en el brillante umbral del conducto, reflexionó un momento y comprendió que a partir de ese instante nada volvería a ser igual. Tomó la cuerda con ambas manos y la enredó alrededor de su cuello, empujó con fuerza hacia la estrecha salida y decidió morir antes de nacer.

Rosas Amarillas



Sigue espiándome desde la esquina. Se volvió una costumbre recorrer la orilla de la persiana para asomarme a la calle. Siempre esperando que él ya no esté.
Hoy sigue parado ahí, apenas a unos metros de mi automóvil.
No sé en qué momento empecé a notar su presencia, creo que fue la tarde en que se apareció detrás de los arbustos en la esquina de la calle. Llegaba de la oficina y al bajar del auto me distraje un momento recogiendo mis cosas, cerré la puerta y giré para encaminarme a la casa cuando salió de entre las matas y se detuvo frente a mí. No dijo nada, solamente me observó como estudiándome y me hizo una señal de saludo tocándose la gorra roja que siempre usa.
No puedo descifrar su edad. Las canas en su espesa barba sugieren más de cincuenta años, pero conozco gente con la mitad de esa edad que ya tiene marcadas las sienes con trazos blancos.

Supongo que mide más de un metro noventa porque desde la ventana de mi recámara parece una torre. Su cara nunca refleja expresión alguna y debe tener meses sin bañarse. Sus manos y cara siempre están sucias; el cabello que, se escapa debajo de su gorra, brilla bajo los rayos del farol de la calle de tan grasoso. Usa unos zapatos tenis que en algún momento, debieron haber sido blancos. Su inescrutable semblante es, sin lugar a dudas, lo que me corta la respiración al verlo.

Hace más de un mes que no puedo pensar en nada que no sea ese sujeto. He pasado noches perpetuas espiándolo y rara vez se mueve de la esquina. Con frecuencia prende un cigarro y lo fuma con calma. Se asoma a mi automóvil, entre bocanadas de humo y después dirige la mirada a la ventana de la sala de mi casa, revisa su reloj y continúa fumando.

Fui a la policía para reportar la presencia del tipo afuera de mi casa y el oficial que me atendió tranquilamente me dijo que el hombre no había hecho nada, que no lo podían arrestar por estar parado en la calle. Argumenté que me acosaba, que se asomaba a mi automóvil y que pasaba horas viendo hacia mi casa y revisando su reloj. Aclaré que me estaba vigilando. El policía sonrió sarcásticamente y me explicó, como si fuese una retardada, que vivíamos en un país en donde la gente todavía, tenía el derecho de mirar hacia donde se le diera la gana.

—Incluso a su reloj. Puntualizó irónico el oficial.
Me contuve para no bofetearlo ahí mismo.

Mari Paz, mi hermana, me ha apoyado incondicionalmente en todo este asunto, se ha ofrecido para quedarse a dormir aquí conmigo durante las noches. Eso no va a resolver nada, lo sabe ella y lo sé yo. La última vez que platicamos, ella me sugirió que visitara a un amigo suyo abogado para que me asesorara. Voy a ir a verlo.

Hoy en la mañana, por primera vez me reporté enferma en la oficina, no pude tolerar la idea de regresar en la noche a la casa y encontrármelo en la calle.
Siento que estoy un poco más protegida aquí adentro pero no puedo estar así siempre. Soy prisionera en mi casa.
Al principio pensé que este problema era sólo mi imaginación, en este momento ya no estoy tan segura. No tengo idea de qué es lo que quiere de mí.
He repasado todos los escenarios posibles acerca de las intenciones de este hombre: robo, violación, asesinato. Sigo alimentando estas ideas porque sé que la realidad jamás es como uno se la imagina. Siento que pensando en las peores situaciones evito que ocurran en la realidad.
Esta tensión ha ocasionado que constantemente me brinque la pierna izquierda, no me doy cuenta en que momento empieza el temblor y es hasta que me duele, cuando me percato que la he estado moviendo inconscientemente desde hace horas.

Las noches son lo peor, llevo semanas levantándome con un profundo dolor en la cara. Es el nerviosismo que me hace apretar la mandíbula durante los pocos minutos que logro conciliar el sueño.

Antes de abrir la puerta de la casa, camino a ver al abogado, reviso que no esté él por ahí agazapado esperándome.

Vuelvo a sentir un nudo en la garganta y el deseo de llorar. Se me está echando a perder la vida, ni siquiera a plena luz del día me siento segura.

Me acerco al vehículo y al abrirlo, un tufo rancio sale del coche. Todo está fuera de su sitio; la guantera está abierta y los documentos del auto están regados en el asiento del copiloto. No puedo contener el grito de pánico. En el suelo del coche está una rosa amarilla envuelta en papel periódico.

—¡Se metió al coche! Me digo aterrada.

Tomé un taxi para ir a ver al abogado. No me atreví a subir a mi coche. La policía estuvo aquí desde las 3:00 de la tarde buscando huellas digitales en el auto y obtuvieron una extensa colección. La mitad de ellas son mías. Al terminar me dijeron que van a cotejarlas en sus archivos para saber a quien pertenecen. Quedó claro que el tipo no se llevó absolutamente nada, simplemente se metió al coche y me dejó esa rosa.

El abogado me pidió que comprara un equipo de vigilancia con video incluido, dice que si ese sujeto vuelve a meterse a mi auto o intenta hacerlo en mi casa, con ese video ya se puede procesar por acoso.

No me quedan dudas, ese hombre viene a buscarme y la situación cada día se vuelve más desesperante. Me enferma saber que no hay casi nada que pueda hacer.

Tan pronto compré el equipo de video, lo instalaron. Colocaron una cámara en la esquina superior de la puerta de entrada, desde ese ángulo se puede cubrir la entrada de la casa y mi automóvil estacionado justo frente a la entrada. Fingiendo interés, el técnico me dijo:
—Con este equipo ya no la van a molestar más. Como si una cámara de video lo fuera a detener. Imaginé.

Está decidido, no pienso dormir en la casa por un par de días, Mari Paz me ofreció asilo y mientras la cámara de la casa lo vigila a él, yo voy a dormir un poco más.

Después de tres días de ausencia, regreso a la casa, me acerco al equipo de grabación y la cinta ya se terminó, tengo que rebobinarla y revisarla. Siento una opresión en el pecho conforme la cinta se va regresando, sé que lo voy a ver desde otra perspectiva. Dudo mucho antes de presionar el botón para ver la cinta. Un tic nervioso en el ojo hace que me brinque sin control. La cinta ya está corriendo.

En el monitor veo la entrada de la casa, la calle vacía y al fondo mi auto. Durante varios minutos no pasa absolutamente nada. Empieza a caer la noche en el video y lentamente la imagen se torna verdosa y con granizo por la falta de luz. Los faroles de la calle se encienden en la imagen y empiezo a dudar:

—Quizá se dio cuenta que la policía estuvo aquí. Me pregunto intrigada

—Por eso ya no regresó.

Estoy sumida en esta reflexión cuando lentamente, él entra en escena.
Desde que llega se acomoda en el lugar de siempre, saca un cigarro y empieza su ritual. Por su actitud sé que no se ha dado cuenta que la casa está sola. Se acerca a mi auto y lo inspecciona desde el parabrisas usando una mano para evitar el reflejo de los faroles en la calle. Está mucho más expresivo comparado con las ocasiones en que nos vemos a lo lejos. Regresa a su lugar, empieza a revisar el reloj y voltea a la ventana de mi recámara en el segundo piso. Conforme avanza el video me hiela la sangre contemplar la paciencia que muestra, no pestañea, no separa la mirada de mi casa.

Mientras más tiempo pasa, él parece ganar más confianza y yo mucho más miedo. Casi me acostumbro a verlo en el monitor, ahora parece casi inofensivo, de repente, hace un movimiento brusco y se inclina llevándose las manos a la espalda. Voltea hacia los dos lados de la calle y en un sola moción, un enorme desarmador aparece como por magia. Sostiene el cigarro entre los labios y entrecierra un ojo levantando la ceja izquierda para evitar que el humo se le meta en los ojos. Se acerca a mi carro y empieza a hurgar en la ventana.

Esta actitud sistemática y metódica me hace pensar en los asesinos en serie, esos que yo creía que solo vivían en otros países.

Con una habilidad sorprendente abre la portezuela y descaradamente, se encierra en el auto.

Ya no veo sus rasgos, solamente una sombra obscura que se mueve en el interior. Se inclina y abre la guantera. Ahora está bajando la visera donde está el espejo y se acerca para verse. Está echando para atrás el asiento y la silueta se esfuma.

Me empieza a faltar el aire, imagino todas las noches que él ha estado husmeando con tanto interés mis cosas mientras yo duermo. Su desfachatez es tan grande que me queda claro que no tiene nada que perder. Nada le preocupa.

Después de unos minutos, abre la puerta del carro y baja. Cruza la calle y se para en la entrada de la casa. Su imagen se distorsiona por la cercanía con la cámara y después de investigar a detalle la puerta, empieza a revisar en los alrededores. Se acerca aun más y descubre la lente de la cámara de video. Se acerca emocionado al aparato y sonríe sarcásticamente; sus dientes están sucios y un sinnúmero de arrugas le llenan el rostro. Saca la lengua y comienza a lamer el aire.

Por primera vez nos vemos a los ojos. Su cara, desproporcionada, ocupa todo el monitor. Me llevo las manos a la cara y comienzo a sollozar, no puedo creer que haya estado en el interior de mi auto tanto tiempo y que haya entrado con esa facilidad.

Me siento indefensa, ultrajada. No veo salida alguna para esta situación. Estoy increíblemente sola, temblando y a punto de entrar en una crisis nerviosa. Lo único que se me ocurre es llamarle a Mari Paz y ni siquiera puedo pronunciar palabra por el teléfono cuando ella me contesta, me falta el aire y siento el llanto atorado en la garganta. Sólo atiné a decirle:

—Estuvo aquí. Y colgué.

Inmediatamente empiezo a deambular por la casa cerrando ventanas y puertas. Corro todas las cortinas y mentalmente trato de encontrar algo con qué defenderme en caso de que él intente meterse a la casa.

Estoy vaciando los cajones de la cocina en busca de un cuchillo y después reflexiono y me doy cuenta de que aunque tuviera una pistola, no me atrevería a hacerle frente.

La presión estalla y empiezo a gritar.

Después de algunos minutos empiezo a retomar el control, sigo llorando y suspirando pero me siento un poco más tranquila. De pronto escucho un golpe en la puerta de la entrada y una descarga de adrenalina me pone a la defensiva. Abro los ojos como intentando ver a través de la puerta y sin pensarlo demasiado tomo el primer cuchillo que saqué de la alacena y corro al segundo piso. Al pasar cerca de la puerta veo una sombra a través de la ventana que está a un lado de la puerta principal y siento que las piernas se me doblan. Contengo el grito y me quedo petrificada frente a la entrada. La puerta se abre lentamente y escucho una voz de hombre que me llama por mi nombre.

Es el abogado y Mari Paz que vinieron a verme. El cuchillo se me escapa de las manos, no me puedo contener y rompo en llanto tirada en el suelo.

Después de revisar la cinta, la policía llegó a la casa y, por segunda ocasión, estoy rodeada de agentes que me hacen preguntas absurdas.

Al abrir el auto encontraron restos de semen en el tablero, dicen que también se van a llevar muestras de esa porquería para analizarla. El abogado intenta tranquilizarme diciéndome que con esa cinta ya puede solicitar una orden de arresto. Lo van a empezar a buscar.

El dictamen final es que no me hizo nada, no robó, no me atacó, ni siquiera me dirigió la palabra. El cargo es simplemente Allanamiento en Propiedad Ajena y como no encontraron más agravantes, sólo le dieron un año de prisión con derecho a fianza. Ese hombre no tiene dinero así que lo van a encerrar 12 meses y le van a reducir la condena si presenta buena conducta.

Decidí mudarme, no quiero estar cerca de esa casa ni de esa esquina.

La casa nueva tiene más luz y se siente más pequeña, más cálida. Me hace sentir más protegida.

Suena el timbre, seguramente es Mari Paz, quedamos de vernos hoy para comer. Abro la puerta y me encuentro a un niño de unos ocho o nueve años que me mira sonriente con las manos ocultas en la espalda. Estoy a punto de preguntarle qué desea cuando estira sus manitas y me alcanza una rosa amarilla envuelta en un periódico.

—Se la manda el señor. Me dice mientras señala, con su diminuto dedo, hacia una esquina en donde ya no hay nadie.