Ángulos



Ante la mirada aburrida del vendedor de helados, parado en la entrada del colegio, el niño alegre brinca tomado de la mano de su padre camino a casa.

Las madres solteras que esperan a sus hijos, ancladas, afuera la puerta principal, descubren en esa escena, al niño sonriente que se aleja por el parque tomado de la mano del padre más atractivo del colegio. Uno que no habían visto nunca antes.

Para la directora de la escuela, esa escena le hiela la sangre y grita aterrada que Pablo Artigas está siendo secuestrado por un perfecto extraño que lo lleva de la mano, allá a lo lejos cruzando el parque frente al colegio.

Sincronía



La primera vez que vi a María, nos encontrábamos en el patio de entrada de la secundaria. Desde esa primera mirada sabía que era especial, única, diferente. Su piel era clara, pero intuía que esa blancura se debía más a la falta de actividades al aire libre que a cuestiones genéticas.  A diferencia de las demás niñas del colegio, ella siempre usaba pantalones, quizá eso evitaba que los aparatos ortopédicos que tenía atornillados a sus piernas la rozaran y le abrieran la piel. Jamás supe si esos dispositivos que le asistían para caminar, eran consecuencia de la poliomielitis , o si se debían a una mal formación desde su nacimiento. Lo cierto era que esas piernas débiles, aquellas manos torcidas y su deficiencia para hablar nunca le aprisionaron el alma, su espíritu estaba intacto. Su mente volaba y su cerebro funcionaba, pero sufría para hacer que su cuerpo los alcanzara. Vivía a destiempo.

Todos esos rasgos físicos en María connotaban fortaleza. Eran signos de grandeza y no de discapacidad. No todos en la escuela compartían esa visión. La broma sarcástica, la mofa, la imitación grotesca mientras ella no veía, se hicieron práctica rutinaria. Sabía que ella entendía esas burlas. Sentía cómo deseaba contestar, defenderse, pero su cuerpo no podía ponerse a tiempo con su cerebro y siempre se quedaba atorada a la mitad. Con la bofetada a medio camino entre la mente y el brazo.

Una mañana, uno de los profesores se reportó enfermo y rápidamente aquella ausencia se convirtió en una fabulosa oportunidad para que el salón entero se diera vuelo con el desorden y la risa. Las burlas contra María se agudizaron y una reacción en cadena hizo que sus defensores y opositores se dejaron llevar al unísono. Ya no había bandos, el grupo completo parecía decidido a hincar el diente contra la niña de las piernas metálicas. En cierto punto de la fiesta improvisada, uno de sus más acérrimos detractores estaba parado frente a ella imitándola burdamente mientras todos reían a carcajadas y a María se le llenaban los ojos de impotencia y de humillación. Cuándo menos lo esperábamos, la niña torpemente se levantó de su asiento y con lágrimas rodándole por las mejillas volteó a ver a todo el salón. El tiempo parecía haberse detenido, aquellos segundos se volvieron una eternidad. Ahí estaba María con la boca torcida y las manos constreñidas y pegadas a su frágil pecho cuándo el milagro ocurrió. Por primera vez en su vida, mente, espíritu y cuerpo entraron en una mágica sincronía; en un solo y contundente movimiento la niña estiró un brazo, cerró el puño y asestó, el más imponente derechazo que alcanzaba a recordar, justo en la mandíbula de aquel improvisado imitador. El niño se desplomó ipso facto ante la mirada atónita de treinta mocosos que no podíamos ni siquiera pestañear.

– Esta fue la última vez que se burlan de mí.

Dijo María en un solo tiempo, sin titubear, sin tartamudear.

Las risas en ese lugar se encogieron hasta desaparecer mientras mi admiración y respeto hacia ella crecían a pasos agigantados.