Los Infieles


Con los labios blancos y las manos temblando sin control, ella aguardó en silencio su turno para entrar en el confesionario y decirle al sacerdote cómo había perdido el control de sí misma y se había entregado, primero con miedo y después sin el menor reparo, al amante prohibido. Cada noche desde hacía dos meses lo visitaba a escondidas en un viejo motel al otro lado de la ciudad, lejos de su esposo, lejos de la realidad y se perdía durante horas en un placer, que se incrementaba con el miedo a ser descubierta.
Había llegado al punto en donde su alma ya no podía tolerar más la carga y por eso decidía confesarlo todo a la única persona que podría escucharla sin estar involucrada directamente en el error.
La puerta del confesionario se abrió, un hombre vestido de negro salió de ahí y dirigiendo una sonrisa indiferente a la mujer, le pidió que esperara señalando el confesionario.
Cuando ella entró, empezó a sentir en su pecho la clara sensación de paz que estaba buscando; el sólo hecho de haber reunido el valor suficiente para hablar, le estaba aliviando el corazón. Minutos después, sintió el crujir de una silla al otro lado de la celosía de madera y escuchó la voz pausada y serena de un hombre:
-Ave María Purísima…
Ella explicó primero en general y después, a petición del cura, con lujo de detalle los encuentros con su amante. Cuando terminó, esperó impaciente una respuesta, un castigo pero no pasaba nada. Notó una pequeña vibración en todo el confesionario y llena de curiosidad sacó la cabeza e intentó asomarse al otro lado. Descubrió con sorpresa al hombre vestido de negro con la sotana levantada hasta la cintura masturbándose con vehemencia.

El Abismo



Resultaba imposible ver el camino. La lluvia era tan intensa, tan nutrida que no podía ver más allá de la punta de mi auto. Las gotas de agua cayendo sobre el toldo del coche hacían ensordecedor el ambiente en el interior. A pesar de que los limpiadores funcionaban a su máxima velocidad, resultaban insuficientes para tragarse aquel diluvio.
No sé si era bruma, o si las diminutas partículas de agua que golpeaban el pavimento de la carretera subían, casi como vapor, haciendo la visibilidad en aquel camino imposible. Inmediatamente pensé en la estúpida decisión que había tomado dos horas atrás, cuando, por ahorrarme unos pesos elegí el camino libre y no la autopista.
Sabía que este sinuoso camino iba flanqueado por un profundo desfiladero, un colosal abismo y que no importaba cuántos años tuviera de experiencia al volante o las incontables veces que había manejado por ahí, cuando la lluvia es así de densa y en el camino se forman charcos invisibles, mi cuello lo resiente, mis brazos se tensan, me veo obligado a apagar la radio, y a poner mis sentidos en todos los detalles de la ruta. Inconscientemente separo la espalda del asiento y me acerco al volante intentando ver más allá de los 3 metros que el agua me permite; vigilando el velocímetro, verificando que no rebase el límite de la prudencia, encendiendo las luces intermitentes del auto para que los demás me vean y bajen el ritmo. Siempre empiezo a maldecir, a lamentar mi suerte y a imaginar una conspiración divina en mi contra.
Una cosa trae a la otra, y como ocurre con frecuencia en estas situaciones, las desgracias llegan en pares o tercias para aderezar siempre el amargo sabor de la experiencia.
Justo cuándo pensaba que la lluvia comenzaba a amainar, perdí repentinamente el control y el auto se deslizó de un lado a otro como bailando. –Un maldito charco- Pensé, pero de inmediato descubrí que todo el vehículo estaba desbalanceado, inclinado hacia la derecha, haciendo una ridícula caravana hacia el abismo, cómo rindiéndole pleitesía.
Se había reventado un neumático.
Lentamente, se fue perdiendo la inercia de todo el carro y algunos metros adelante me detuve totalmente justo al lado del desfiladero.
El solo pensamiento de ensoparme mientras cambiaba esa llanta, me empuercaba la ropa con lodo y me ganaba una pulmonía fulminante con ese clima, hizo que enfureciera y golpeara como demente el volante.
Respiré profundo, traté de contener esa cólera haciendo un remedo de los monjes tibetanos que, acostumbran meditar en medio de aguaceros, sentados en el lodo con sus absurdas vestimentas naranjas y abrí la portezuela del coche para terminar lo más pronto posible con aquella bonita aventura.
En cuánto las primeras gotas gélidas de esa tormenta me tocaron el cuello y la cara; toda la mierda tibetana que pretendía emular se fue al carajo y la furia se me incrustó en el gañote, amenazándome con escapar en cualquier momento.
Entre mentadas de madre abrí la cajuela y rápidamente saqué la herramienta y el neumático de repuesto. Puse todos los aditamentos necesarios sobre el lodo y tendido de panza en el suelo, batiéndome de arcilla la cara, dispuse el gato hidráulico y levanté el coche; aflojé los birlos de la llanta pinchada y descubrí la escandalosa rasgadura que me había hecho perder el control. Las cuerdas del interior de la rueda se asomaban cuál intestinos de res en un rastro y también la maldije a ella por ineficiente, por inconsciente, por desatinada, por hacerme salir del coche en medio de esa lluvia.
La puse en el suelo y de pronto perdí de vista la llave de cruz, no la veía en ninguna parte, quizá estaría bajo los charcos que se formaban bajo mis pies, quizá la había empujado inconscientemente debajo del coche, así que con la ira picándome en la garganta decidida a salir fuera de control, me aventé por abajo del auto tentando entre el fango buscando la herramienta sin éxito, y eso fue suficiente.
Salí de entre esa porquería con las manos vacías y con lodo entre los dientes; grité desquiciado y me vengué. Sin pensarlo dos veces tomé la llanta, giré sobre mi propio eje y la lancé con todas mis fuerzas hacia la negrura de aquel interminable abismo, deleitándome mientras la maldita rodaba sin control golpeando contra los riscos; unos instantes me quedé parado bajo la tormenta riendo inconteniblemente y pensando fascinado cuándo sería la próxima vez que un humano volvería a contemplar a aquella ingrata. Satisfecho di la vuelta dispuesto a terminar de una vez con todas con mi tarea, cuándo descubrí lleno de encanto que la llave que buscaba con tanto ahínco había estado descansando graciosa sobre el techo del auto todo el tiempo. Sonreí con cierta vergüenza, por haber sacrificado injustificadamente a aquella desgraciada, y empuñé la herramienta.
Me disponía a colocar la llanta de repuesto, cuándo aterrado descubrí que la llanta herida y despanzurrada seguía ahí tendida en el lodo y era su hermana la que seguramente, en ese instante seguía rodando colina abajo, lejos de la vista de cualquier humano solo Dios sabe hasta cuándo.

Desde la Celda


Después de entregarnos los uniformes de plástico, nos subieron en vehículos, que parecían contenedores y empezaron a conducir. Fue casi un milagro haber quedado en el mismo vehículo con mis hermanos:

-No estaré solo- Pensé.

Durante el trayecto no podíamos ver hacia el exterior. Los contenedores se detenían sorpresivamente y después de algunos minutos de silencio reanudaban su marcha mientras la incertidumbre se iba apoderando de todos nosotros.

En una de esas pausas, alcancé a escuchar el sonido de una reja que lentamente se levantaba con un chillido espeluznante, después empezamos a avanzar poco a poco hasta que nos detuvimos totalmente y el vehículo se abrió.

Nos dividieron en grupos, nos cubrieron con una lona y, en otros autos, supongo que más pequeños, nos condujeron a través de callejones. Sentía el automóvil doblando a la derecha y después a la izquierda a baja velocidad. En intervalos irregulares escuchaba la voz metálica y distorsionada de una mujer a través de un altavoz, no entendía lo que decía pero siempre parecía repetir la misma frase 2 ó 3 veces en cada ocasión. Después de algunos minutos, me percaté de un intenso olor y más tarde descubrí que en realidad era una mezcla de aromas, variados, incoherentes; fusiones incomprensibles de tonos suaves que súbitamente se convertían en vahos amargos. El auto viraba y la atmósfera se transformaba, nuevas fragancias llenaban el aire y en un santiamén el aire pasaba de un profundo olor a pino, hasta la inconfundible presencia de pan recién horneado. Sentí miedo, no tenía la menor idea de dónde estaba o a dónde nos llevaban.

Cuando el automóvil se detuvo y levantaron la lona, nos encontramos de frente con un gran edificio. Al llegar a su entrada, nos formaron en filas interminables; hombro con hombro, sin dejar huecos entre la fila de adelante y la de atrás. A los de uniforme rojo los llevaron al piso más alto, a los de azul los pusieron en el piso de abajo y a nosotros, simplemente por vestir de negro, nos pusieron en el piso central. Ocupábamos la primera fila y al quedar alineados, claramente sentí a mis compañeros temblando. Yo también lo hacía.

La construcción en la que nos encontrábamos era similar a la que estaba del otro lado de la calle por donde pasaba la gente. Nuestros vecinos estaban formados igual que nosotros y en ningún edificio había ventanas ni muros, solamente enormes planchas de metal que hacían de suelo. Nuestro techo era el piso del siguiente.

El auto se fue y se hizo el silencio en toda la calle, la única que no tenía ningún olor específico. Así pasaron horas hasta que tomaron a uno de mis compañeros, le quitaron el casco y le empezaron a presionar la cabeza y el cuello hasta que vomitó en medio de las desconcertadas miradas de todos nosotros; le devolvieron el casco, lo tomaron por la cintura y se lo llevaron. El olor penetrante y ácido de su basca me llevó como relámpago hasta mi casa; recordé con nostalgia el día en que me entregaron mi uniforme y me designaron como miembro del equipo que hoy se desintegraba. El ambiente estaba tensó y era evidente que el miedo se apoderaba de todo el piso. Todos nos preguntábamos en silencio quien sería el siguiente mientras restos del vómito de mi compañero ocupaban el espacio donde segundos antes él había estado.

Horas más tarde llegó mi turno y cuando me sacaron de la formación, recé para que solamente me quitaran el casco y, después de torturarme, me regresaran a la fila pero no fue así.

Me alejaron del edificio y empecé a recorrer aquella ciudad desde una prisión móvil. Descubrí que mi jaula no era la única, cientos de ellas rondaban alrededor de la ciudad, iban y venían en todas direcciones con las entrañas rebosantes de prisioneros y sentía en las miradas de los conductores que buscaban a otros como yo.

Dentro de la ciudad, las manzanas y las avenidas parecían tener su propia personalidad, su propia esencia; Había callejuelas heladas con olores a muerte y a dolor que parecían venir de todas partes. Constantemente la prisión se detenía y nuevos desconocidos se incorporaban a esta cárcel. El espacio en aquella cloaca se reducía conforme más y más prisioneros ocupaban su lugar, llegó el momento en que tenía a perfectos extraños montados sobre mí y yo sobre otros hasta que no cabía un alma más en ese lugar.
Desde la celda y a través de los barrotes, alcanzaba a ver algunos letreros que marcaban los nombres de calles, dimos vuelta en la Avenida 6 y regresó el olor a pan recién horneado, al llegar a la esquina doblamos a la derecha y repentinamente llegó el aroma a pino sin dejar rastro del olor anterior; mientras nos alejábamos de aquella calle, la temperatura empezó a descender violentamente; traté de ver a través de los barrotes y encontré los cuerpos inertes y mutilados de algunos animales que recostados en camas de hielo, veían el interminable paso de nuestras mazmorras móviles. Cada bocanada de aire que tomaba llevaba consigo algo de tristeza y de gritos contenidos que se me atragantaban en el alma. Esquivé la mirada para evitar los cuerpos pero el aire helado y su hedor me los pusieron enfrente una vez más.

Como ya era costumbre en aquel lugar, al llegar al final de la calle, el frío y el tufo a muerte desaparecieron, su sitio lo ocupó, un fino aire a frutas y en ese momento supe que iba hacia la salida. Había recorrido todo el camino de regreso. Intenté ver a través de los pocos espacios libres que quedaban en la prisión y alcancé a ver un retén al final de la calle; uno a uno nos fueron sacando de la cárcel, nos hicieron pasar por una especie de detector, nos metieron en bolsas de plástico y nos regresaron a la prisión. Dentro de esas bolsas el aire era pesado, asfixiante y a todos se nos dificultaba respirar. Cuando nos empezamos a mover, la bolsa donde yo iba se rasgo y pude asomarme hacia el exterior, claramente vi que atrás del retén estaba el edificio con mis hermanos y lo último que supe de ellos fue que la calle donde se habían quedado tenía un letrero en la esquina:
Pasillo 2 Artículos para Caballero, Jabones, Espuma para Rasurar y Desodorantes.