Después del Pestillo



La puerta de salida de la Prisión Estatal era tan increíblemente alta, que tenía que detenerme por completo y torcer la cabeza hacia atrás para alcanzar a ver la parte más elevada. Cuando ésta se abrió, hizo un chirrido agudo que se me quedó tatuado en la memoria. Las manos me sudaban y no podía tragar saliva por la emoción. Con trémulo andar, empecé a dar mis primeros pasos por la vereda que conducía hacia la carretera y fue en ese instante cuando conscientemente asumí mi realidad: Finalmente era libre.

Apenas había avanzado unos metros sobre la brecha de tierra cuando sin previo aviso, un golpe sólido y contundente me sorprendió por la espalda, no tuve tiempo ni siquiera de ver la cara de mi agresor cuando, por un costado, otro hombre se acercó y atravesó un segundo cuchillo en mi garganta, la rasgada era enorme, justo por debajo de la barbilla; inmediatamente sentí el calor de la sangre que empezó a escurrirse recorriéndome el cuello y en un intento absurdo, traté de tapar con las manos esas tajadas. Empecé a desplomarme hasta quedar de rodillas mirando estupefacto como se me escapaba la vida a través de esas heridas cuando el sonido profundo y solemne de una campana hizo que me incorporara de la cama.
Solamente era el mazo del custodio acariciando, como todas las noches, los barrotes de mi celda.

Sincronía



La primera vez que vi a María, nos encontrábamos en el patio de entrada de la secundaria. Desde esa primera mirada sabía que era especial, única, diferente. Su piel era clara, pero intuía que esa blancura se debía más a la falta de actividades al aire libre que a cuestiones genéticas.  A diferencia de las demás niñas del colegio, ella siempre usaba pantalones, quizá eso evitaba que los aparatos ortopédicos que tenía atornillados a sus piernas la rozaran y le abrieran la piel. Jamás supe si esos dispositivos que le asistían para caminar, eran consecuencia de la poliomielitis , o si se debían a una mal formación desde su nacimiento. Lo cierto era que esas piernas débiles, aquellas manos torcidas y su deficiencia para hablar nunca le aprisionaron el alma, su espíritu estaba intacto. Su mente volaba y su cerebro funcionaba, pero sufría para hacer que su cuerpo los alcanzara. Vivía a destiempo.

Todos esos rasgos físicos en María connotaban fortaleza. Eran signos de grandeza y no de discapacidad. No todos en la escuela compartían esa visión. La broma sarcástica, la mofa, la imitación grotesca mientras ella no veía, se hicieron práctica rutinaria. Sabía que ella entendía esas burlas. Sentía cómo deseaba contestar, defenderse, pero su cuerpo no podía ponerse a tiempo con su cerebro y siempre se quedaba atorada a la mitad. Con la bofetada a medio camino entre la mente y el brazo.

Una mañana, uno de los profesores se reportó enfermo y rápidamente aquella ausencia se convirtió en una fabulosa oportunidad para que el salón entero se diera vuelo con el desorden y la risa. Las burlas contra María se agudizaron y una reacción en cadena hizo que sus defensores y opositores se dejaron llevar al unísono. Ya no había bandos, el grupo completo parecía decidido a hincar el diente contra la niña de las piernas metálicas. En cierto punto de la fiesta improvisada, uno de sus más acérrimos detractores estaba parado frente a ella imitándola burdamente mientras todos reían a carcajadas y a María se le llenaban los ojos de impotencia y de humillación. Cuándo menos lo esperábamos, la niña torpemente se levantó de su asiento y con lágrimas rodándole por las mejillas volteó a ver a todo el salón. El tiempo parecía haberse detenido, aquellos segundos se volvieron una eternidad. Ahí estaba María con la boca torcida y las manos constreñidas y pegadas a su frágil pecho cuándo el milagro ocurrió. Por primera vez en su vida, mente, espíritu y cuerpo entraron en una mágica sincronía; en un solo y contundente movimiento la niña estiró un brazo, cerró el puño y asestó, el más imponente derechazo que alcanzaba a recordar, justo en la mandíbula de aquel improvisado imitador. El niño se desplomó ipso facto ante la mirada atónita de treinta mocosos que no podíamos ni siquiera pestañear.

– Esta fue la última vez que se burlan de mí.

Dijo María en un solo tiempo, sin titubear, sin tartamudear.

Las risas en ese lugar se encogieron hasta desaparecer mientras mi admiración y respeto hacia ella crecían a pasos agigantados.