Entre el Rojo y el Verde


En la esquina de la avenida el mimo contemplaba nervioso el perpetuo paso de los autos; se concentraba en su acto y cuando la luz se tornaba ámbar, tomaba la vieja escalera, levantaba los pinos gastados y se acomodaba la nariz de goma roja en la cara. La luz se hacía roja y brincaba a la calle extendiendo los brazos en señal de saludo, abría la escalinata metálica y trepaba por los peldaños mientras los pinos giraban en el aire dibujando sueños. Todos sus sentidos se concentraban en el malabar y su mente se adelantaba fracciones de segundo Construyendo la siguiente suerte. Los sonidos se apagaban, la gente desaparecía y en su cabeza escuchaba aclamaciones de admiración y expresiones de sorpresa de los automovilistas que lo veían ejecutando con maestría ese fascinante arte que desafiaba la gravedad.
Abstraído y obsesionado con malabarear más objetos, el mimo siempre empujaba el acto un poco más, se esforzaba hasta que el sudor le salaba los ojos con tal de que la gente se quedara satisfecha con su actuación. Conforme la presentación avanzaba, los pinos en el aire lo hipnotizaban, lo hechizaban al trazar ochos en el cielo; nunca se percataba que las monedas de reconocimiento siempre se quedaban intactas cuando el verde alcanzaba al rojo y su público se escapaba a toda velocidad.

Tiempo


Un día un viejo sabio me preguntó lleno de curiosidad si alguna vez me había encontrado un reloj en la playa. -Siempre- Le contesté -Todas la veces que he ido a la playa he pisado un enorme reloj, tan grande, que hasta el día de hoy no he podido descubrir en dónde está su centro. Nunca he visto en dónde cae el chorro de arena. –
-Quién sabe- Me dijo el anciano sonriendo con una mueca de complicidad dibujada en la cara: – Quizás el tiempo de ese reloj ya se acabó y sólo es cuestión de esperar un momento más antes de que todo gire, se ponga de cabeza y vuelva a empezar…